OpiNión
Claudia López tiene razón
Sabemos que construir nuevas cárceles no da un voto y que en este Gobierno impera un enfermizo interés en favorecer a los malhechores de todo pelambre.
Impresiona la frialdad con la que se deshace del cadáver. La indolente espera del ascensor junto a Valentina, encajada en un carrito de mercado del que sobresale la cabeza cubierta por una cobija gris. Y la manera en que la levanta y la mete en el baúl del carro, como un bulto cualquiera.
Es, quizá, la primera vez que observamos, gracias a la nítida grabación de las cámaras de seguridad, la secuencia completa de un “presunto” asesino trasladando el cuerpo de su víctima. De ahí el gran impacto que ha causado, ello unido a la juventud de Valentina y su incipiente popularidad como DJ. Pero la actitud de John Poulos es la misma de incontables homicidas despiadados.
Si el ministro de Justicia sacara adelante su propuesta de reducir a 40 años la pena máxima por homicidio, el norteamericano, si lo condenaran, sería uno de los grandes beneficiados. Podría salir de la cárcel a diario para ir a trabajar, una vez cumplido el 60 por ciento de la pena.
Bastaría con que la penitenciaría diera luz verde, tras valorar su comportamiento, seguro que “impecable”, porque no tendrá mujeres alrededor para matarlas. Y digo que impecable basándome en mi experiencia de innumerables visitas a las penitenciarías de este país. Con algunas excepciones, asesinos del tipo de sospechoso no crean problema alguno.
A la hora de analizarle, también tendrían en cuenta que es padre de tres hijos y que lideró, junto con su esposa, una entrañable y exitosa recolecta de fondos para el tratamiento de cáncer del primogénito. Entonces interpretaba el papel de papá modélico.
Como Poulos ahora tiene 33 años, con 57 estaría de nuevo en la calle (en caso de ser declarado culpable), lo que representaría un nuevo peligro para la sociedad. Porque sujetos capaces de planear, ejecutar ese asesinato, tras propinar una paliza a su pareja, y luego deshacerse del cuerpo de la manera que vimos, no cambiarán nunca. Y si el ministro Néstor Osuna o un juez creen lo contrario, lo justo sería que los mandaran a su vecindario. Porque la mayoría de la sociedad no los querrían tener nunca cerca.
Lo mismo ocurrirá con una salida masiva de presos de diferentes delitos, a la que se opone, con toda razón, Claudia López. Salvando las distancias –no es lo mismo un asesino desalmado que un ladrón–, no deja de ser una quimera pensar que el Inpec podrá trasladar a sus puestos de trabajo y hacerles el seguimiento apropiado a los 6.895 reclusos que indica la alcaldesa.
Si está demostrado que son incapaces de monitorear a los que obtienen prisión domiciliaria y que con frecuencia los brazaletes electrónicos no funcionan, no puede el ministro de Justicia venir con el cuento de que habrá un eficiente control sobre las entradas y salidas de los internos ni garantizar la no reincidencia.
No cuentan con suficiente personal ni siquiera con medios de transporte, sin dejar de lado la indomable corrupción carcelaria, alimentada por la demencial proliferación de sindicatos en el Inpec.
No dudo de la buena intención de Osuna, como tampoco de su preocupante desconocimiento de ese otro país (equiparable al de algunos magistrados de la JEP), pero proponer descongestionar las cárceles promoviendo la impunidad a mansalva no resulta una salida ajustada a la realidad.
Y tiene gracia que siempre recurran a la generosidad de los grandes empresarios para contratar presos, desmovilizados y marginados de otra índole, y después los fustigue la izquierda haciéndolos responsables de todos los males sociales.
Que algo hay que hacer, y los Gobiernos, tanto el nacional como los locales, no pueden seguir mirando para otro lado, mientras cárceles, URI y estaciones de Policía siguen hacinadas a niveles inhumanos, es incontestable. Pero no es soltando miles de reclusos ni rebajando penas a los peores criminales ni derogando un largo listado de artículos del Código Penal.
Desaparecer, por ejemplo, el 237, referido al incesto, lanza un mensaje equívoco en un país en el que cada 20 minutos, en promedio, denuncian un abuso sexual contra un menor de edad, según Medicina Legal, y la mayoría los cometen en los entornos familiares.
La solución al hacinamiento y la resocialización, porque es cierto que sin esperanza de reinserción social no habrá una reducción radical de la criminalidad, debería tener una visión de corto y largo plazo.
Sabemos que construir nuevas cárceles no da un voto y que en este Gobierno impera un enfermizo interés en favorecer a los malhechores de todo pelambre, desoyendo el clamor de una sociedad hastiada de delitos perpetrados por reincidentes y de una justicia laxa.
Pero debería ser un imperativo moral para todos hacer más prisiones, puesto que la delincuencia sigue viva y coleando y los presos merecen otro trato. Que nadie se engañe. El hacinamiento y los penales-pocilgas solo generan resentimiento y alimentan los peores sentimientos.