OPINIÓN
El legado
En la Ocde, como en todos los clubes, hay que pagar, además de la acción, una cuota. la contribución anual será de unos 25.000 millones de pesos, sin contar los “aportes voluntarios”.
Antes de lo de la Otan firmado en Bruselas el miércoles, lo de la Ocde que Juan Manuel Santos firmó en París el martes era ya un abuso de confianza. Colombia cedió ante todas las exigencias de los países ricos, y en particular de los Estados Unidos –en derechos de patentes, en precios de los medicamentos, en chatarrización de camiones pesados– a cambio de la pueril satisfacción para la vanidad del presidente de poner en el vidrio de atrás de su automóvil una calcomanía que diga “soy socio del club de las buenas prácticas”, o “soy socio del club de los ricos”. Pretensión absurda. Porque es evidente que en Colombia no tenemos buenas prácticas. Es evidente que no somos ricos. La tonta pirueta de Santos para engañarse a sí mismo a costa de esas entregas de soberanía, que él se complace en llamar “avances”, ilustra el viejo refrán sobre la mona, que aunque se vista de seda mona se queda. Con el agravante de que Colombia no tiene con qué pagar su vestido de seda.
Pero dice el ministro de Hacienda que lo de la Ocde es bueno para la inversión extranjera. Es decir, para empollar la “confianza inversionista”: uno de los huevitos que puso en su presidencia Álvaro Uribe. Y hay otro: el huevito de la “seguridad democrática” frente a las amenazas exteriores, que hace 12 años empezó a culequear Uribe con su entonces ministro de Defensa Santos, y que este acaba de empujar firmando un pacto de ingreso al tratado militar de la Otan contra la desaparecida Unión Soviética. Y desde aquí veo el contento de los jóvenes hijos de nuestros politiqueros al vislumbrar la apertura de nada menos que 23 nuevos cargos con sueldo en dólares en París, uno por cada uno de los comités que tiene la Ocde, y de no sé cuántos más en la Otan de Bruselas, que no sé cuántos comités tenga. Iguales al cargo que tuvo el joven Santos en Londres en la Federación de Cafeteros. O al que tuvo el joven Iván Duque en Washington en el Banco Interamericano de Desarrollo. (Y sospecho que si hubieran estado localizados en Ulán Bator, Mongolia, o en Yamena, Chad, o aún en La Paz, Bolivia, no se hubieran dignado aceptarlos).
En todo caso, Colombia tendrá que poner plata. No solo para los gastos de representación de nuestros representantes en esos numerosos comités, sino porque, como en todos los clubes, hay que pagar, además de la acción, una cuota. La contribución anual a la Ocde (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) será de unos 25.000 millones de pesos, sin contar lo que llaman “aportes voluntarios”. La que corresponderá a la Otan no se conoce todavía, ni siquiera para sus tradicionales miembros europeos, porque está en alza: el presidente Donald Trump anunció hace un par de meses que iba a subirla, porque bajo su gobierno los Estados Unidos no están dispuestos a seguir financiando guerras ajenas. O, más exactamente, la participación ajena en sus propias guerras.
Si lo de la Ocde del martes era tontería, lo de la Otan del miércoles raya en la locura. Revienta de orgullo el presidente Santos: ¡por fin vamos a participar en las guerras de los países grandes! En la Otan, que parecía excluirnos por elementales razones geográficas –el Atlántico Norte es, en todas sus letras, el objeto de la Organización de ese tratado militar– tendremos el honor –“el privilegio”, lo llama Santos– de codearnos como “socios globales” con Afganistán, con Irak, con Corea del Sur. Y a lo mejor tendremos también la suerte que han tenido ellos: que nos invadan, que nos ocupen, o incluso que nos caiga alguna bomba atómica.
No recuerdo una insensatez semejante en nuestra historia desde que otro presidente tan insensato como Santos, Laureano Gómez, decidió enredarnos a rastras de los Estados Unidos en su remota guerra anticomunista de Corea. ¿Qué se ganó a cambio? Laureano, su derrocamiento por los militares inflados. Colombia, el comienzo de un conflicto armado anticomunista interno que duró 70 años. Bogotá, una pagoda coreana que adornaba la calle 100, y fue sustituida por un deprimido que se inunda. Por cierto ¿dónde está hoy esa pagoda?
Y prorrumpe Santos en Bruselas en risotadas de contento: “¡Qué bueno poder dejar este legado!”.