OPINIÓN
Con la degradación de la protesta nadie gana, todos perdemos
Con la degradación de la protesta nadie gana, todos perdemos. Seguir agravando la situación nos hará inviables como nación y solo traerá décadas de más pobreza e inequidad.
La realidad de Colombia es tan compleja que se nos olvidó que estamos en medio del peor pico de una pandemia y que las UCI no dan abasto. Cada vez que hieren a alguien en la calle en medio de las protestas, sin importar de qué bando venga, estamos renunciando a la posibilidad de arrebatarle una vida al covid-19, simplemente porque se desvían los recursos para atender emergencias que nos hubiéramos podido evitar; ¡eso es absurdo!
Cada vacuna que deja de aplicarse en estos días, casi con seguridad cobrará vidas en las próximas semanas. Increíblemente, cuando todos deberíamos estar pendientes de esperar nuestro turno para recibir el biológico que salvará nuestras vidas, estamos concentrados en cómo conseguir los víveres que empiezan a escasear en todas las ciudades. Eso simplemente no lo comprendo.
Cuando se bloquean calles, vías y se suspende el transporte público, muchas personas dejan de ir a trabajar y se ahonda aún más la crisis económica de las empresas en que laboran. Cada día de trabajo perdido es un paso más hacia el cierre de esas fuentes de empleo y hacia el inevitable desempleo.
El campesino que se ve obligado a perder su cosecha o a derramar la leche que ordeñó, está perdiendo meses y hasta años de trabajo. Muchos de ellos no podrán recuperarse y engrosarán los ciclos malditos de la pobreza y la miseria por la que otros aparentemente marchan y protestan.
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Cada vez que se vandaliza un banco, un supermercado o una estación de bus o de gasolina, estamos acabando con el trabajo honesto de gente que no tiene la culpa; trabajadores que quizá apoyen los reproches al gobierno de turno, pero que no creen en los métodos violentos, ni en la necesidad de paralizar y destruir el país para demostrar su inconformismo y de paso ahondar aún más la crisis.
Esos policías que salen todos los días a cumplir con su deber son seres humanos humildes que quieren regresar a su casa y que, en la inmensa mayoría de los casos, no quieren dañar a nadie, ni exponer su vida. Son colombianos como cualquier otro, que tienen sueños, que les duele el país y que la vida los puso en ese lugar para defender las libertades de aquellos que pretenden agredirlos.
Cuando los atacan salvajemente, sin sentido, con sevicia, esos policías pierden la fe, la mística y la confianza en la causa que defienden, lo cual solo lleva a que se cometan más excesos. El ser humano que se ve agredido, expuesto y en el dilema de salvar su vida, suele dejar de lado los protocolos; cuando eso pasa, toda la sociedad pierde.
Al enfrentarnos con los amigos y con los familiares en interminables grupos de chat para demostrarnos, los unos a los otros, que todos estamos equivocados, perdemos años de amistad y fraternidad simplemente porque no podemos evitar radicalizar nuestras posiciones.
Nos dedicamos a compartir videos convenientemente editados y cadenas mentirosas para tratar de demostrar que unos son más delincuentes que los otros; buscando llenarnos de más odio y de zozobra, en lugar de concentrar nuestras horas de ocio en pensar en cómo construir un mejor país o, por lo menos, un mejor entorno.
Suspendiendo las clases de nuestros niños y jóvenes, solo logramos aumentar el gran hueco social, educativo y emocional que nos ha dejado la pandemia. Asumimos con ligereza que todo el tiempo perdido se podrá recuperar, olvidando que nadie puede ser niño dos veces y que ese “bache” de la vida, jamás será recuperado.
Interrumpir procesos y audiencias judiciales solo afecta a esos seres humanos que necesitan urgentemente resolver sus problemas jurídicos y continuar con su vida. Nada más injusto que denegar la justicia.
Obligar a nuestros equipos de fútbol a jugar fuera de Colombia y estar arriesgando la realización de la Copa América en nuestros estadios, no solo acaba con las pocas pasiones que nos unen, sino que nos recuerda las épocas oscuras de principios de los años noventa, cuando nos vetaron futbolísticamente en los torneos suramericanos por ser un país violento y malandrín.
La mamá que perdió a su bebé, simplemente porque un grupo de vándalos impidió la movilización de la ambulancia en que se desplazaba para salvar su vida y la de su hijo, jamás podrá ser resarcida en su dolor. No existe precio que pague la vida de un ser humano, pero en especial cuando se trata de seres inermes cuyo único pecado fue haber nacido en el lugar y en el día equivocados.
Los que se tornan violentos y vandálicos, solo logran radicalizar y unir a aquellos a los que pretenden derrotar en las urnas. No existe ningún cálculo político o electoral que pueda lograr algo bueno en medio de tanta muerte y destrucción.
Llegó la hora de reflexionar. No podemos seguir inventando excusas y razones para permanecer en paros y protestas. Es imposible solucionar problemas de cientos de años en unos pocos días. Llegó la hora de dejar de perder y la única forma de hacerlo es detener la barbarie de los últimos días y sentarnos a conciliar nuestras diferencias.
Con la degradación de la protesta nadie gana, todos perdemos. Seguir agravando la situación nos hará inviables como nación y solo traerá décadas de más pobreza e inequidad.
Camilo Cuervo Díaz
@ccuervodiaz