Crítica de música
“Con los melómanos las cosas son a otro precio”
Una columna de Emilio Sanmiguel.
¡Qué envidia! No sé.
Aquí medio mundo asegura que la música –hablo de la mal o bien llamada clásica– le llegó de la manera más insólita: “Mi papá ponía ópera y zarzuela todos los domingos por la mañana a todo volumen”. Qué cosa tan fastidiosa, digo yo, empezar el domingo con el asesinato de Gilda de Rigoletto, con “Las lagarteranas”, de Los Gavilanes o, peor, con la “Escena de la locura” de Lucia di Lammermoor.
Hace un par de años, domingo en la mañana, para empezar un día en el campo, una amiga melómana puso la Misa de Santa Cecilia. Yo, que nunca había oído esa maravilla de Gounod, creí que me había despertado en el cielo. Nunca terminaré de agradecerle empezar el día de esa manera.
No recuerdo que los domingos salieran de los interiores de las casas arias de ópera y romanzas de zarzuela como aseguran. Pero a lo mejor la memoria es selectiva, y yo, un envidioso.
Porque melómanos sí había, y por lo general eran extremadamente solemnes. Los hubo siempre, como los hay hoy. Y no me refiero a los de casta, como los De Greiff: para Ilse, la hija de Otto, era natural que el año empezara con la “Obertura” de Los maestros cantores, de Wagner; a Jorge Arias su mamá, Leticia de Greiff, le cantaba la “Plegaria” de Elisabeth de Tannhäuser, y ni hablar de la poesía de León porque la música es parte de ella. Sus descendientes son tan melómanos como ellos y en cierta medida los superan, pues oyen Bach como oyen Pink Floyd. Pero esa no es la tónica; los hijos de los melómanos generalmente no heredan esa manía. ¿Será por aquello de los domingos?
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En mi casa había muchísima música. Pero clásica, poca. A lo sumo, unos diez long-play. Seguramente por azar los valses de Strauss y la Suite El Cascanueces eran dirigidos por Solti; Polonesas de Chopin con , y, seguramente por el revuelo internacional de que un norteamericano se hubiera ganado el Concurso Tchaikovsky de Moscú 1958, en plena Guerra Fría, el Concierto para piano con Van Cliburn. De que se trataba de grandes versiones me enteré muchos años después. Francamente no me da el hígado para afirmar que, “como papá era un melómano tan avezado”, solo se permitía directores como Solti o pianistas como Van Cliburn. Eso sería mentir.
Desde luego que la música, la gran música, siempre ha sido asunto de minorías. En un tiempo era toda una faena tener acceso a ella. Porque no se conseguía. En Bogotá y en Medellín había almacenes de importados que hacían la boca agua; se encontraban las sinfonías de Beethoven, todas sus sonatas para piano y también los cuartetos; óperas que uno ni sabía que existían y hasta rarezas que hoy no lo son, como Iberia, de Albéniz; Goyescas, de Granados, y sinfonías de Mahler y Bruckner. Bogotá hasta se daba el lujo de contar con dos emisoras –la Nacional y la HJCK– dedicadas a la música. Los pocos discos que se prensaban en el país eran de tan mala calidad que ya venían, como adrede, con ruidos, cuando no rayados.
En el resto, poco o nada. Salvo esa isla que era la Semana Santa, cuando las emisoras programaban clásicos. Una experiencia inolvidable. Los radios no cesaban de transmitir una música preciosa que se interrumpía para el Sermón de las Siete Palabras, que era larguísimo y medio miedoso. No hace mucho me enteré de que para hacerlo, esas emisoras debían recurrir a las discotecas de los melómanos profesionales, que por esos días quedaban devastadas.
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La mentirilla de los domingos melómanos no tendría nada de malo. A la música clásica se le atribuye todo un halo de sofisticación, intelectualidad y exclusividad que a la hora de la verdad le hace más mal que bien. Para disfrutar a Beethoven ni siquiera es necesario saber que se quedó sordo, tampoco que Chopin era tuberculoso, que Schumann era medio loco o que Mozart fue un niño prodigio. Oírla y disfrutarla es suficiente. Mejor no andar con inventos.
Con los melómanos, que son enfermos de la música, las cosas son a otro precio.