OPINIÓN

Desde la periferia

Un libro reciente editado en Gran Bretaña aporta luces para entender los conflictos armados en nuestras fronteras.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
4 de abril de 2019

Annette Idler es una joven profesora de la Universidad de Oxford. De suaves maneras y fluido español con acento colombiano no revela en su apariencia el enorme coraje que requiere recorrer las fronteras calientes de nuestro país con Venezuela y Ecuador. Moverse, sin protección alguna, en esos territorios asediados por la violencia durante los diez años que le tomó realizar las tareas de campo que sirven de soporte a su libro, demanda un gran valor y, sin duda, una prudencia excepcional para poder ganarse la confianza de sus muchos, disímiles y peligrosos interlocutores.

La traducción de su obra al español –Borderland Battles: violence, crime, and gobernance at the edges of Colombia’s war- es indispensable para que muchos puedan conocer un trabajo que es riguroso y excepcional. Son pocos los estudiosos que se han ocupado de analizar, a partir del conocimiento directo de las áreas asediadas por la violencia, las tragedias de quienes en ellas viven. Cabe mencionar algunos -Alfredo Molano, Salud Hernández, Ariel Ávila- pero la generalidad de quienes escriben sobre paz y seguridad lo hacen desde perspectivas políticas e institucionales; de lo que en realidad sucede en la Colombia profunda sabemos lo que transmiten los medios.

De entrada me llama la atención la multiplicidad de factores y agentes de violencia que giran en torno a negocios ilícitos de distinta naturaleza, cada uno con sus propias cadenas de agregación de valor, y cuyos eslabones con frecuencia se localizan a uno y otro lado de las fronteras. Nada de esta compleja realidad que ante nosotros se despliega concuerda con la visión, anacrónica y simplista, de un conflicto de tierras entre unos campesinos despojados por un Estado opresor que se habría desatado en el contexto de la guerra fría a mediados de los años 60 del siglo pasado.

Esto se dice no para negar la existencia de conflictos de tierras en cuya solución debería avanzarse con mayor celeridad, sino para que nos percatemos de la enormidad de los problemas generados, en última instancia, por una abrupta geografía y una crónica debilidad del Estado, siendo claro que ambos factores están correlacionados. Si nuestro territorio fuera, por ejemplo, como el de Chile, una estrecha franja de tierra llana enmarcada entre la cordillera y el mar, la capacidad del Estado para proveer seguridad, que es el bien público básico, sería sustancialmente mejor. El tamaño del Estado es similar en ambos países, mientras que el gasto público en la provisión de seguridad en el nuestro supera al del país austral. No obstante, sus índices de seguridad superan con creces los nuestros.

Los negocios ilegales que en esas zonas de fronteras prosperan -cocaína y contrabando de combustibles- son de carácter transnacional, mientras que las políticas de seguridad son domésticas. Esta es una grave limitación. Con el Ecuador es posible actuar de manera coordinada, pero no con Venezuela que desde tiempo atrás se convirtió en refugio seguro para el ELN y que, en la actualidad, es alliado del régimen de Maduro y puntal de su precaria estabilidad.  

En el acuerdo con las Farc se supone que es nítida la distinción entre víctimas y victimarios. No ocurre así. Sus propios integrantes ahora sostienen que son víctimas, lo cual puede ser cierto tratándose de los guerrilleros rasos que fueron reclutados a la fuerza; o atraídos por una causa que parecía justa, poderosa y que, además, ofrecía un proyecto de vida atractivo para muchos jóvenes campesinos carentes de futuro. De otro lado, quienes hoy reclaman la restitución de sus tierras, antaño pudieron haber sido despojadores. Esta realidad debe ser tenida en cuenta en los procesos legales pertinentes, y por la Comisión de la Verdad que deberá actuar con gran tino para que sus actuaciones en las áreas afectadas no desaten nuevos ciclos de violencia.

En una situacion ideal, el Estado, al detentar el monopolio de la violencia, se erige como el proveedor único de reglas sociales y árbitro exclusivo para dirimir conflictos. El resultado obvio es un orden público estable. Por el contrario, como tantas veces nos ha sucedido, cuando el Estado es reemplazado por autoridades ilegales, la capacidad de estas para ejercer violencia suscita la obediencia de las comunidades por injustas que sean sus actuaciones. De allí una conclusión paradójica: si las autoridades estatales intentan recuperar esa condición exclusiva de proveedores de orden y seguridad, desafiando a guerrilleros, paramilitares o narcos, lo probable es que las comunidades perciban esos esfuerzos como indeseables. No saben si el éxito acompañará sus intentos, pero supondrán, con razón, que en el corto plazo la violencia e intimidación pueden incrementarse. Por este motivo, es probable que la llegada de militares y policías sea recibida con hostilidad.

La desmovilización de las Farc y su retiro consecuencial de ciertos territorios no fue sustituida, de modo eficaz y rápida, por la Fuerza Pública, el aparato judicial y, en general, por la oferta institucional del Estado. En las guerras por el control de regiones que antes estuvieron dominadas por las autoridades farianas intervienen tanto actores ilegales como legales. Esta es la fuente del nuevo ciclo de violencia que hoy padecemos y la explicación de por qué la tasa de homicidios, que venía reduciéndose desde hace tantos años, de nuevo aumenta. Esta novedosa realidad ha sido reconocida en los documentos recientes del Gobierno sobre su política de seguridad.

En este contexto se entiende el conjunto de asesinatos selectivos que se presentan como de “líderes sociales”, designación tras de la cual subyace una tesis maniquea y dañina: los malos están matando a los buenos ante la indolencia del Gobierno. La realidad es más compleja. Hay una bolsa gigantesca de negocios ilícitos que quedaron sin dueño y que muchos quieren controlar. Desbaratarla es uno de los grandes reto de este Gobierno.

Briznas poéticas. En una de sus cartas a Lucilio, escribe Séneca: “Nadie puede tener todo lo que quiere; lo que podemos hacer es no querer lo que no tenemos y servirnos alegremente de las cosas que se nos ofrecen”.