OPINIÓN

Consejos de amor que aprendí de la política

En Colombia las carreteras no tienen nada que envidiar a las de Alemania y Suiza, como bien dijo Santos. Y en las nuestras, agrego yo, hay más sucursales del parador suizo que en la propia Lucerna.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
12 de mayo de 2018

Interrumpí la lectura del último análisis de las elecciones porque mi sobrino me llamó desconsolado por una pena sentimental. Tiene apenas 20 años, pero se entrega en el amor como Duque se le entrega a Uribe: hasta perder la dignidad. Y a cambio recibe el mismo trato que Fajardo le dio a De la Calle a comienzos de estas elecciones: un cariñoso desdén, cargado más de compasión que de deseo, que sin querer lo humilla.

Esta semana, entonces, me llamó porque andaba al borde de la depresión. Se enamoró de una compañera de universidad que ya tenía novio.

–Evita los líos de faldas –le advertí preocupado–; son la primera causa de muertes violentas en el país.
–¿Pero qué hago si es la que me gusta?
–No seas terco –le dije–: renuncia a tus pretensiones, como Viviane.
–¿Quién?
–Viviane: la candidata que renunció porque nadie la reconocía.
–No sé quién es.
–Por eso; pero oye mi consejo –le advertí–: sé feliz con lo que hay.

Y no me faltaba razón, porque, por lo demás, no es poco lo que hay. Colombia es uno de los mejores vivideros de la Tierra. Las carreteras no tienen nada que envidiar a las de Alemania y Suiza, como bien dijo Santos, y en las nuestras, agrego yo, existen más sucursales del Parador Suizo que en las de la propia Lucerna. Y la violencia por motivos políticos cesó hace años; hay, sí, uno que otro crimen pasional, generalmente contra líderes sociales, porque suelen ser muy enamoradizos: casi tan enamoradizos como los testigos que se enredan en casos contra el doctor Uribe. La semana pasada, por ejemplo, el fiscal general afirmó que el asesinato del famoso testigo Areiza pudo haber sido producto de un lío de faldas. Urge entonces prohibir el uso de la falda, o al menos decretarla como prenda de uso privativo de diplomáticos escoceses o de Lolo Sudarski en sus fiestas de pareos: si la medida de prohibir a los parrilleros ha funcionado, obligar por decreto a que las mujeres vistan bluyines mejoraría los índices de seguridad, y libraría de muertes violentas a líderes sociales y a testigos incómodos.

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A líderes sociales, a testigos incómodos, y, claro, a mi pobre sobrino, agobiado en su traga como Vargas Lleras por las encuestas.

–Y lo peor –me dijo– es que me confesó que sí le gustaría cuadrarse conmigo, pero que le da miedo…
Qué triste, pensé. Le relación de esta niña con su actual novio debe ser como la de De la Calle con Gaviria: le tiene pánico. Está con él por miedo.

Asesorar a mi sobrino en asuntos sentimentales no solo era mi obligación familiar, sino un mecanismo para aplicar a la vida cotidiana los conocimientos que me dejó esta época electoral. De modo que lo intenté.

–Invítala a un café, como hizo De la Calle con Fajardo –le sugerí.
–¿Y eso sí funciona?
–Pues no –reconocí–: de golpe mejor a una cerveza.
–No tiene sentido –me dijo–: ni siquiera creo que se atreva a salir conmigo…
–Qué va –lo animé–: no creas en las encuestas.
–Seguro ya nada se puede hacer…
–Ten esperanza: #SePuede…

Conocía ese sentimiento de derrota anticipada porque soy hincha de Santa Fe y milité en la ola verde. Pero no era momento para dudas. Necesitaba animarlo para que hiciera una campaña de conquista alegre: que le regalara a la susodicha, si no flores, al menos aguacates; que se echara en el bolsillo a la futura suegra, como si fuera la mamá de Claudia Gurisatti; que la exhortara al cambio, en fin: que fuera el Petro del cortejo.

–Bueno, supongamos que me la llevo de paseo…
–Te la llevas a tierra caliente, te la llevas a Cúcuta…
–Me la llevo a Cúcuta, sí: ¿y qué hago ahí?
–Pues esperas el papayazo y confías en la maquinaria, como Vargas Lleras…

Pero el hombre se ponía melancólico.

–¿Y si no la merezco? –suspiró.
–¡Esto no es de merecimientos! –lo zarandeé–. ¡De lo contrario, Duque no estaría aspirando a la Presidencia!

Me encargué entonces de demostrarle que la podía conquistar, yo, que en las historias de amor de mi juventud siempre fui el Juan Carlos Pinzón de las fiestas, casi un margen de error.

Este muchacho, pensé para mis adentros, está a punto de cometer una locura. En cualquier momento se amarra una piola y se lanza al Magdalena, como amenazó con hacerlo Uribe: ¿de verdad Uribe se piensa suicidar si lo olvidamos? ¿Quiere convertirse en su propio lío de faldas? ¿Ese era el famoso plan para atentar en su contra? ¿Esa es la paz de Santos?

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Recopilé entonces algunos consejos que aprendí de mi observación al político criollo, y se los redacté a mi sobrino en una esquela, a modo de terapia: si tiene aval de Cambio Radical, déjala ir, si vuelve a ti, es tuya; si no vuelve, nunca lo fue. El recuerdo es al amor, lo que Odebrecht a Santos: cuando crees que ya lo superaste, reaparece para atormentarte. Del amor al odio hay un aval. La mujer es como los votos de opinión en Vargas Lleras: cuanto más esquiva, más valiosa. El amor es ciego, y en eso se parece a los candidatos de centro.

Pasé por su casa para entregarle mis consejos, pero había salido de fiesta. El sufrimiento le duró apenas dos semanas. Al parecer, conquistó a otra novia. Ojalá se vista de bluyines, para evitar líos de faldas.

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