OPINIÓN
Consenso parlamentario por la verdad de todos
Qué edificante sería un consenso en que todos, absolutamente todos, se pusieran de acuerdo en una sola cosa: no matonear al rival, adversario o enemigo; ni favorecer a la propia parcialidad.
La verdad que unos califican de “verdadera” es algo muy inasible, difícil de concretar. Como afirmó Oscar Wilde: “La verdad es raramente pura y nunca simple”. En la polarización de la política que se continúa con la guerra y que regresa a la política cuando esta termina, cada facción tiene su propia verdad.
Esta se expresa en el relato propio que la acomoda a cada visión de país y a la lealtad de grupo. Para superar este inconveniente, es necesario realizar nuevos acuerdos en que todos los actores del conflicto sean conminados a decir la verdad, amparados en las mismas condiciones y beneficios.
Las dificultades son tan complejas que incluso el grupo de intelectuales comisionado por la mesa de La Habana para escribir ensayos sobre las causas del conflicto no encontró el camino para conciliar sus visiones antagónicas.
Más fácil resulta, aun cuando no menos controversial, el destape de los secretos de guerra, así un lado se niegue a creer la versión del rival, adversario o enemigo. Así ha pasado con la confesión pública del senador Julián Gallo sobre su papel en el asesinato de Álvaro Gómez, 25 años después de los hechos. Incluso ese largo periodo sirve para colocarle al dicho un manto de duda. Pero resulta que nadie ha reclamado todavía la autoría de los asesinatos de Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro Leongómez sucedidos con anterioridad. No me refiero a quién disparó el arma, sino a quién o quiénes dieron la orden.
Lo más leído
Tampoco sabemos quién ordenó la muerte de Jorge Eliécer Gaitán en 1948 o de Rafael Uribe Uribe en 1914, aunque se tejen muchas hipótesis. Son innumerables los sorprendentes y bien guardados secretos de guerra que es necesario conocer. Las atrocidades no son monopolio de uno u otro partícipe del conflicto armado. De ahí que se requieran acuerdos para conocer la verdad completa.
Desafortunadamente, este tema tan crucial para la reconciliación quedó mal diseñado en los acuerdos de paz. Para empezar, no contemplaron la comparecencia ante la justicia transicional de los paramilitares, actores de primera línea en el conflicto armado como parte de la estrategia contrainsurgente. Bajo la jurisdicción de la justicia especial para la paz (JEP) quedaban obligatoriamente sometidos, por cuerdas separadas pero simétricas, los demás actores involucrados: exguerrilleros, miembros de la fuerza pública, civiles y servidores públicos no combatientes.
La Corte desmejoró esa fórmula incompleta al establecer que los civiles y servidores públicos no combatientes no tenían obligación de comparecer y dio un plazo fijo que se venció el pasado 6 de septiembre para que lo hicieran voluntariamente. También enredó las cosas al extender el fuero presidencial o exclusión de la JEP a los congresistas, quienes también podrán someterse voluntariamente. Lo que se ha generado es un nudo de anzuelos jurídico que es necesario ordenar, política y no judicialmente que sería un cuento de no acabar.
Para que haya verdad completa o por lo menos la sumatoria de todas las verdades parciales, todos deben decir la verdad en la misma jurisdicción y bajo las mismas reglas. Ello requiere nuevos acuerdos en la forma de una negociación política que debe intentarse, aún en medio de la polarización. Esa negociación deberían intentarla las bancadas del Congreso, no ejerciendo el músculo de las mayorías que no resolvería el problema, sino el arte del consenso parlamentario.
Qué edificante sería un consenso en que todos, absolutamente todos, se pusieran de acuerdo en una sola cosa: no matonear al rival, adversario o enemigo; ni favorecer a la propia parcialidad para concretar la verdad completa de todos los bandos. En ausencia de un acuerdo, seguirá indefinidamente la estéril confrontación por la verdad.
La paz política exige el reconocimiento de todas las víctimas y de la reparación primera, que es la verdad sobre el caso de cada cual. Es mucho pedir para medio siglo de guerra, pero no se puede aspirar a menos. Empresarios, exguerrilleros, oficiales de la fuerza pública, políticos y parapolíticos y los jefes de las AUC, todos -absolutamente todos- deben confesar los secretos de guerra. Es la dura verdad.