OPINIÓN
Los pecados de la carne
Comer proteína animal tienen impactos ambientales a escala global. Reducir el consumo y transformar su producción son tareas clave para aliviar la presión sobre el planeta. Sin embargo, esta discusión tiene matices.
El consumo de carne y lácteos tiene un impacto indiscutible sobre el ambiente. La ganadería industrial genera enormes emisiones de cambio climático y demanda concentrados cuyo cultivo devasta ecosistemas críticos. Es un hecho que reducirlo mejora la salud pública y alivia la presión sobre el planeta. No hay manera de enfrentar el calentamiento global sin lidiar con esa forma insostenible de alimentarnos.
A esto se suma la preocupación generalizada por los derechos de los animales. Crecen los llamados a una dieta vegana.
Pero esa discusión tiene matices. La agroindustria, a distinta escala, también tiene impactos ambientales de los que se habla poco. Gobiernos, sociedad civil y organizaciones internacionales discuten cómo reducir la huella ambiental de la proteína animal. Cambios en la alimentación del ganado, reforestación y sistemas silvopastoriles son innovaciones que tienen potencial para armonizar algunas formas de economía rural con la conservación. El confinamiento en la crianza puede ser más eficiente energéticamente y por tanto, tener menores efectos sobre los ecosistemas.
Para quienes no piensan dejarla, cambiar una carne por otra -por ejemplo, res por pollo- puede reducir significativamente la huella ambiental. Lo mismo ocurre con evitar el consumo algunos días a la semana. Comer especies invasoras, como el pez león, es bueno para el ambiente.
El argumento contra el concentrado es táctico. Malo si es para granjas, bueno si es para mascotas. Los programas de adopción promueven la demanda por un producto hecho de soya y huesos de res, pollo y cerdo. Las escalas por ahora no son comparables, pero las ventas seguirán aumentando y las mascotas tienen un ciclo de vida más largo que los ejemplares de granja. En Colombia, según la revista Dinero, 14 millones de perros y gatos consumen alrededor de 150 mil toneladas de concentrado.
Hay sistemas agroecológicos que funcionan bien con animales para el consumo. Cuyes, aves de corral, lombrices, conejos, chigüiros, abejas o caprinos que se adaptan muy bien a entornos deteriorados por la deforestación y el cambio climático. La pesca artesanal da sustento a 120 millones de personas alrededor del mundo.
La biodiversidad animal colombiana tiene un potencial de aprovechamiento insospechado. El comercio de pieles, tan estigmatizado en redes sociales, puede ser sustentable; la experiencia de las comunidades de la bahía de Cispatá con la cría de caimanes es un ejemplo mundial de conservación por uso. La enorme variedad de peces y “carne de monte” que campesinos, mujeres e indígenas podrían criar sosteniblemente es prometedora.
Algunos emprendedores jóvenes innovan con harina de grillos y gusanos, muy amigables con el clima. La carne de insectos es el futuro de la alimentación y estudios sugieren que algunos de ellos podrían sentir dolor.
Aunque es impopular decirlo, el sufrimiento animal no necesariamente es sinónimo de insostenibilidad. Hay medidas de protección frente al dolor que generan impactos ambientales, y acciones de restauración de ecosistemas que hacen sufrir. Basta revisar el debate sobre los hipopótamos de Escobar.
La conservación no es otra cosa que proteger cadenas alimenticias: relaciones donde los animales sufren al ser depredados o al padecer naturalmente enfermedad, lesiones, estrés, destierro o inanición, como es normal hasta cierto punto en ecología de poblaciones. Estos eventos, que con los seres humanos deben ser objeto de acción humanitaria, con los animales -si queremos ecosistemas sanos- deben seguir su curso. La política ambiental, de alguna manera, implica promover el sufrimiento animal.
La biodiversidad animal es vital en la identidad cultural de muchos pueblos y contribuye a la seguridad alimentaria de comunidades enteras en los campos y las ciudades. Su uso sostenible es posible. Las formas de crianza y sacrificio se pueden mejorar, pero sería injusto privar a la gente de ese recurso natural con argumentos sobre derechos de los animales, sensibles para sectores urbanos, pero que no le dicen nada a una familia campesina que debe poner comida en la mesa.
Abandonar la proteína animal, como opción individual, es éticamente admirable; ojalá siga expandiéndose entre quienes pueden permitírselo. Pero no debe ser promovida con técnicas de regulación que vuelvan prohibitiva la producción pecuaria sostenible. Que la corrección política no impida ver los matices.