OPINIÓN

Corrupción visible

Los funcionarios se sienten ofuscados. Los ciudadanos, ofendidos. Nuevamente el índice de Transparencia hace evidentes las debilidades del sector público frente a la corrupción.

Poly Martínez, Poly Martínez
26 de abril de 2017

Quien diga que la corrupción en este país no era tanta o al menos no tan visible por cuenta de la guerra o de cualquier otro factor, que se dé un paseo por alguno de los Índices de Transparencia de las Entidades Púbicas que en estos 15 años ha realizado Transparencia por Colombia. El rojo y el naranja de alerta agreden visual y anímicamente a cualquiera.

En el más reciente Índice de Transparencia (Itep), que cubre el periodo 2015 y el primer trimestre de 2016, la foto de calificación del sector público vuelve a aparecer saturada de rojos. Los motivos son evidentes: de las 167 entidades evaluadas, la gran mayoría registró un riesgo Alto o Muy alto de corrupción, como es el caso de las alcaldías (60%), la mitad de las 32 Contralorías Departamentales, las gobernaciones (40%) y el 19% de las entidades del orden nacional.

No hay hoy ni una sola entidad pública que presente un riesgo Bajo y tampoco son muchas las que se ubican en un nivel de riesgo Moderado. Es decir, rajado el sector público a pesar de la Ley de Transparencia de 2014, del Estatuto Anticorrupción de 2011, de toda la normatividad existente, que pareciera diseñada para ángeles y no para los mortales que habitamos el territorio nacional.
El análisis del Índice tiene muchas aristas, pero hay tres temas recurrentes que en tiempos de posconflicto y electorales vale tener en cuenta. El primero: el control social no es una cosa exótica, ni es de mamertos o embelecos de la oposición; entregar la información completa para facilitar el control no es un favor que los funcionarios o entidades públicas hace a quienes la solicitan: es un deber por mandato Constitucional. Sin embargo, todavía quedan algunas entidades con complejo de “usted no sabe quién soy yo” que se sienten con derecho a estar por fuera del radar.

Segundo: la disyuntiva de la niñera. Es decir, la tensión entre acompañar y celebrar todo avance de las entidades, por mínimo que sea el paso, como sucede en este Índice donde por primera vez la Cámara de Representantes entregó la información completa; o identificar comportamientos no tan positivos y pedir -¡cuidado con exigir!- que las entidades dejen de caramelear. Por ejemplo: el Departamento Nacional de Planeación finalmente entendió la importancia de ser evaluado y dar acceso real e información a los expertos.

El gobierno y los funcionarios se molestan cuando les hablan de pobres resultados y se les cuestionan la efectividad de los mecanismos de seguimiento. Piden reconocimiento, que se mire el vaso un poco más lleno, o demeritan este tipo de reportes juzgándolos de mera percepción. La realidad los desmiente. Pero, además, ¿hasta cuándo tanta condescendencia? La corrupción es como el embarazo: no hay “medio corruptos”, como tampoco hay mujeres “más o menos” embarazadas.

Y tercero: el principio de que si se hace lo mismo se obtienen los mismos resultados, gracias a lo cual la corrupción campea por el país. Dos puntos neurálgicos para que todo permanezca igual: la contratación pública y el empleo público. Es decir, devolución de favores y clientelismo puro.

De cara al posconflicto, el Índice de Transparencia muestra claramente las debilidades que hay en las principales entidades nacionales involucradas en su implementación y sostenibilidad, así como en las alcaldías y departamentos que son eje de esa inversión. Allí hay pocos procesos y procedimientos efectivos, mucho desconocimiento de qué es corrupción y gran cantidad de funcionarios que se hacen los desentendidos. Así, la discrecionalidad se convierte en el parámetro a seguir.

Cruzar el mapa del posconflicto con el del riesgo de corrupción se convierte en una alerta temprana por para evitar el desastre. El éxito del posconflicto pasa por este Índice, por controles más efectivos y veedurías más robustas, como tantas veces se ha dicho, a pesar de los oídos sordos o las miradas arrogantes.
En la lucha contra la corrupción lo que cuenta no es lo que se dice, sino lo que se hace. Colombia ya tiene una legislación anticorrupción moderna, pero mantiene una institucionalidad de las cavernas; el bache entre la normatividad y la realidad es inmenso; las prácticas en la gestión pública poco cambian.

Dicen que de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno. Algo parecido ocurre en la lucha contra la corrupción.

@Polymarti

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