OPINIÓN

Polarización o cuando el argumento es el insulto

Una amalgama de clientelismo, burocracia y corrupción, en una sociedad acostumbrada a vivir del petróleo y poco proclive a la producción, explica parte de la crisis de Venezuela. Culpar de todo al chavismo es tan irresponsable como absolverlo de todos los males. Pero en nuestra cultura política la clave está en el insulto, culpar al otro, hacerse la víctima y, sobre todo, no preguntarnos el porqué, desconociendo la historia para explicar por qué Egipto, Siria, Venezuela o Turquía están como están.

Víctor de Currea-Lugo, Víctor de Currea-Lugo
19 de marzo de 2018

Llevo unos días en Venezuela, tratando de entender, desde su cotidianidad, la crisis que vive. Pero, más allá de la realidad apremiante, hay algo en el aire que me recuerda otros contextos. Soy consciente de que la exageración en nuestros países es una práctica cotidiana, casi una categoría política. Y aquí en Venezuela se ve: o “todo es culpa del imperialismo yanqui” o “Venezuela era el paraíso antes de la plaga roja”. No hay término medio. A (casi) nadie le interesa escuchar argumentos ajenos.

Una situación similar de polarización se vive en Siria, donde el régimen ha sido el principal responsable de más de medio millón de muertos y de que medio país esté hoy refugiado o desplazado. Después de siete años de guerra, ya más y más refugiados empiezan a mirar por encima de las agendas mezquinas en Siria como proyecto colectivo, aunque sea demasiado tarde. Eso observé entre los refugiados en Jordania y en Líbano. Pero basta mencionar las armas químicas o los financiadores de la guerra para volver a la polarización vulgar. Siria hoy está destruida entre todos, aunque varíen los niveles de responsabilidad. Los rebeldes en armas han cometido crímenes de guerra, como lo han hecho los militares y las fuerzas extranjeras que están allí.

De esa altisonancia y de esa sordera selectiva también hubo en Turquía, sobre todo en los días posteriores al frustrado golpe militar. Recuerdo que las posiciones contra el presidente no dejaban de igualarlo al Estado Islámico, mientras sus defensores lo presentaban como el gran paladín que, por fin, había puesto en cintura a los militares enemigos de la democracia. Lo cierto es que ni Erdogan es demócrata, ni los militares inocentes. Miles han sido los muertos kurdos a manos del ejército turco, para dar solo un ejemplo. Y Erdogan, por su parte, logró inclusive modificar el régimen de parlamentario a presidencialista para perpetuarse en el poder a nombre de la democracia.

En las revueltas de Egipto pasaba algo similar. Cuando el general Al-Sisi dio el golpe, un diplomático me decía, desde fuera de Egipto, que no fuera a la plaza de ‘Raba‘a Aldawiya, en El Cairo, porque allí había solo “extranjeros enemigos del régimen”. El problema es que yo ya estaba allá y veía miles y miles de manifestantes que, según el diplomático, no existían. Y su argumento era contundente: “Víctor, tú no entiendes porque no eres egipcio” como si esa frase borrara la realidad que tenía frente a mí. Pero los Hermanos Musulmanes, allí mismo, se rehusaban a reconocer que el golpe se alimentó de sus propios errores.

En Turquía, Siria o Egipto, no puede haber crítica, ni invocar algún tipo de debate sobre la cultura política o la responsabilidad de la sociedad. No puede haber una tercera mirada (no dije vía, que quede claro), porque son sociedades polarizadas que no se mueven por argumentos sino por impulsos, por sentimientos, más allá de que haya o no razones válidas para manifestar sus malestares.

En Venezuela, por ejemplo, hay desabastecimiento, pero hay productos que se consiguen y no es cierto que todos los estantes de todos los supermercados estén vacíos. Hay corrupción y clientelismo, pero ni todos los chavistas son corruptos, ni todos los corruptos son chavistas. Ser víctima y echarle la culpa al otro de todos los males es tan común que parece parte del ADN de los seres humanos. Una sociedad rentista, dependiente de petróleo, sin industria, no se la inventó Chávez, pero tampoco el chavismo ha logrado que avance en otra dirección. En esta crisis, veo que no hay nada más parecido a un chavista dogmático que un anti-chavista dogmático. Los dogmáticos, de lado y lado, me acusan de lo mismo: no ver la realidad, no entender las razones, en una capacidad muy latina de abrir un tema sin cerrar el previo cuando se sienten cortos de argumentos.

En Venezuela no hay hambruna, pero sí hay hambre. Las categorías académicas, que a algunos nos importan, tienen su peso. Pasaron muchos años antes de usar la palabra “hambruna” en Somalia. No se puede pedir a la ONU que actúe y al tiempo manipular las definiciones de la misma ONU sobre hambruna o genocidio. Del otro lado pasa algo similar con la palabra: terrorista.

Pero por decir que no hay hambruna (muy diferente a negar que haya hambre o la pérdida de peso) me volvieron, en las redes sociales, agente de Maduro, pago por PDVSA, comunista, turista dolarizado, habitante de hoteles 5 estrellas, y un largo etcétera. Es más: cualquier estudio nutricional serio en Venezuela no da argumentos suficientes para que invadan los gringos (como piden algunos), lo que no quiere decir que no haya muchos problemas.

Aquí hay una grave e histórica falta de soberanía alimentaria. Venezuela tiene como 30 millones de hectáreas para producir y solo tiene algo más de un par de millones de hectáreas cultivadas. Esto es fruto de que en el pasado se vivía del petróleo, se importaba hasta la comida y, hoy, no hay precios favorables del crudo y sí graves barreras para la importación. La tendencia histórica de una sociedad dependiente de petróleo no es de Chávez, pero no prever esto, no priorizar una política agraria hacia un modelo de soberanía alimentaria, fue y sigue siendo un craso error del chavismo.

Una amalgama de clientelismo, burocracia y corrupción, en una sociedad acostumbrada a vivir del petróleo y poco proclive a la producción, explica parte de la crisis. Culpar de todo al chavismo es tan irresponsable como absolverlo de todos los males. Pero en nuestra cultura política la clave está en el insulto, culpar al otro, hacerse la víctima y, sobre todo, no preguntarnos el porqué, desconociendo la historia para explicar por qué Egipto, Siria, Venezuela o Turquía están como están.

Y hablando de sociedades en las que los debates políticos se dan más con el hígado que con razones, basados en la simpatía o el odio, está el caso colombiano. En estas elecciones, por ejemplo, es previsible que la mentira y la calumnia se conviertan en las cartas vencedoras, que la exageración de los defectos y de las virtudes de los candidatos sustituyan al pensamiento razonado. Si se hace así, el país volverá a salir perdiendo y la gran ganadora de las elecciones presidenciales será, sin duda, la polarización.

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