Así pueda sonar paradójico, la noticia de que
Álvaro Uribe iba a padecer una ligera intervención en la próstata me agarró con los pantalones abajo. Como suena. Me causaba sorpresa que, en tratándose del padre de la seguridad democrática, los médicos hablaran de una operación, y no de un operativo; y temía que la cuestión pasara a mayores, porque en asuntos de salud todo me produce impresión. Lo lamentaba por el doctor Uribe. Para empezar, porque ninguna intervención de esa naturaleza resulta agradable. La ruta de acceso del personal médico es a la manera de Job, por decirlo de modo metafórico: es decir, por el garaje. Y muchas veces viene precedida por algo de lo que carece el propio Uribe: del tacto.
Pero si me atrevo a ventilar la noticia es porque el susto no pasó a mayores, cosa que me satisface. Hacen daño los galenos que no cuidan los antígenos. Me alegra que no haya sido el caso.
Al decir del parte médico, la próstata se había agrandado, asunto que suele suceder a todos los que andan con Uribe: en especial a los miembros de su bancada. Pero, a diferencia de ellos, se trataba de un “agrandamiento benigno”, según el informe. Salvo la propia del senador, “no se encontró malignidad”. De modo que, para hablarlo en sus propios términos, se trató de un falso positivo. Y no quedaron daños colaterales. La culebrita sigue viva, mejor dicho. La intervención tuvo tan pocas consecuencias, que ha debido anunciarla el fiscal general en grandilocuente rueda de prensa, como le gusta hacerlo.
Digo que la noticia me tomó por sorpresa porque todavía busco fórmulas para que los dos mandatarios se unan. Soy un soñador, lo sé. Pero quién no lo ha sido: ¡hasta el papa Francisco! Y sueño con que Uribe y
Santos vuelvan a estar juntos por el bien de la patria, de ellos mismos y, por qué no, de sus propias próstatas.
En un primer momento supuse que el escándalo de
Odebrecht podía ser esa intersección que les brindó la vida para ponerlos del mismo lado. Finalmente, si algo los ha igualado en este comienzo de año, ha sido eso: las acusaciones contra las dos campañas de 2014. La idea de que Odebrecht haya financiado por igual a doña Mechas y a la Loca de las Naranjas; a David Zuluaga, delfín gerente de la campaña uribista, y a Martín Santos, delfín bodyman de la santista.
Pero el escándalo ha dado tantos tumbos que es imposible seguirlo. Los implicados tienen tantas versiones como una canción de Carlos Vives. A la fecha,
Bula ha dicho que le dio un millón de dólares a la campaña de
Santos a través de un amigo de su gerente, Roberto Prieto: cierto señor llamado Andrés Giraldo, a quien entregó una maleta llena de billetes en la terraza del Hotel del Virrey, el café donde remata la gente que pasea a sus perros: un lugar ideal para hablar de mordidas y cochinadas.
Cuando Bula contactó a la campaña de Santos, Prieto hizo lo que haría cualquier sabueso del FBI: buscó su nombre en Google, aparentemente, con una sola T. Eso fue todo. Ni siquiera lo esculcó en Instagram. Y le dijo a su amigo Andrés Giraldo que con Bula no se tomara ni un tinto: a lo sumo una gaseosa.
Pero, posteriormente, el mismo Prieto fue ajustando su versión; lo mismo que el señor Giraldo, y el panorama pintaba negro para todos, santistas y uribistas. El único que resultaba bien librado era mi tío Ernesto, que demostraba el carácter pionero de sus espaldas. Al principio lo criticaban: ahora lo copian.
Pero en un inverosímil giro de los hechos, el señor Bula mandó una carta de su puño y letra en que ponía en entredicho su propia denuncia, y decía que no sabía si la plata había entrado a la campaña. Surgen muchas preguntas: ¿qué hizo el señor Giraldo con ese supuesto millón de dólares? ¿Invitó a Otto Bula a Gamberro, como un lindo homenaje a su persona? ¿Se llama Otto Bula u Otto Gula? ¿Alguien ha visto lo caro que es Gamberro? ¿Les habrá alcanzado para pagar la cuenta?
Algunos militantes del uribismo se prendieron de los errores ortográficos de la carta para restarle credibilidad.
–Patrón: acá está escrito Otto con una sola T –advirtió José Obdulio.
–¿Le ponemos la T, patrón? –preguntó, obsecuente, el bachiller Macías.
–No, gracias –respondió Uribe–: con la operación de la próstata, ya no necesito planificar.
¿Qué sucedió con Bula? ¿Se retractó por miedo a que lo extraditara el gobierno? ¿Por qué el fiscal general hizo semejante papelón? ¿Tiene, acaso, tantos intereses como los que ofrece un crédito en un banco del Grupo Aval? ¿En qué paró la declaración de Duda Mendonça contra Zuluaga, que lo tenía contra las cuerdas, al menos contra las vocales, porque desde entonces quedó mudo?
Como sea, la próstata de Uribe y el escándalo de Odebrecht hermanan al doctor Uribe con el presidente Santos: ambas cosas demuestran que a los dos les hacen cosas a sus espaldas; que les meten mano. Y que el deterioro de su fundamento es palpable.
Por eso, doctores Santos y Uribe, queridas próstatas: únanse.
No discutan por saber cuál órgano es mejor, cuál gobierno ha sido más corrupto: mejor celebren sus semejanzas. Finalmente, ninguno fue capaz de extirpar la corrupción de raíz. A diferencia de lo que hicieron sus urólogos.
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