OPINIÓN

Diario de un enmermelado

Así suele ser ella, mi mujer: es el Álvaro Uribe de la relación. Va diciendo lo que se debe hacer, mientras yo, en cambio, hago las veces de los cinco precandidatos, y la sigo sin chistar, mientras le lanzo vivas y loas para que me haga un guiño.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
2 de diciembre de 2017

Me soltó la noticia de un tajo, sin darme tiempo para respirar, mientras me ponía enfrente el plato con los huevos y las tostadas del desayuno:

–Me ofrecieron un puesto en el gobierno. Y lo acepté.

Así suele ser ella, mi mujer: es el Álvaro Uribe de la relación. Va diciendo lo que se debe hacer, mientras yo, en cambio, hago las veces de los cinco precandidatos, y la sigo sin chistar, mientras le lanzo vivas y loas para que me haga un guiño.

Esta vez, sin embargo, la frase me resultó más sentenciosa que nunca: como si la dijera para ufanarse de que, así como yo no tengo pelos en la coronilla, ella tampoco los tiene, pero en la lengua.

–¿Estás loca? –reaccioné, a punto de escupir el café–: ¿cómo se te ocurre aceptar un puesto en este gobierno, y menos a estas alturas?

–Porque llevo diez años trabajando en el tema que me ofrecieron, y creo que lo puedo hacer bien. Y ya acepté, por si acaso.

–¿En pasado?

–En pasado.

–¿No valía la pena que lo habláramos?

–¿Y es que acaso tú me consultas lo que escribes?

–No, pero es distinto.

–¿Y qué tiene de distinto? –reviró–: ¿acaso yo te debo consultar mi trabajo, pero tú no el tuyo? Eso es machismo.

–Machismo no, marxismo, querrás decir: ya hablas como una feminista castrochavista.

Me quedé sin palabras. La tragedia de todo periodista es tener un pariente que termine trabajando en el sector al que debe fiscalizar: el público. Y súbitamente tenía frente a mí a mi querida mujer: una dama brillante y encantadora que, tras un sueño intranquilo, había amanecido convertida en un monstruoso funcionario, para colmo de males del boqueante y lastimero gobierno de My President.

–Pero ¿qué crees que dirán todos los que me detestan? –reviré de golpe.

–¿Te sirvo más café? –preguntó, impasible.

–Me llamarán vendido, me llamarán comprado: ¡me llamarán santista! –clamé, mientras me desgonzaba de la impresión.

–¿Te paso la mermelada?

–Eso es, precisamente: ¡me llamarán enmermelado!

Una de mis pesadillas, pues, se abría paso en medio de la espesa realidad decembrina. ¿Cómo debe actuar un periodista cuando su mujer hace parte del gobierno? ¿El ejercicio de fiscalización se debe ejercer aun en el interior del hogar? ¿Tendría que denunciar su desorden en el baño, las demoras para salir, señalar por Twitter que es derrochona en los centros comerciales?

–¿Me puedes decir en qué cargo, al menos? –indagué, ofendido–: ¿te ofrecieron ser Alta Secretaria para las Almendras, por ejemplo?

–Se dice consejera –dijo mientras levantaba la vista del periódico–: y no, no clasifiqué a ninguna alta consejería… seguramente por mi estatura…

–Los chistes malos –protesté– me los dejas a mí: son mi patrimonio familiar…

–Me voy a trabajar en el posconflicto –admitió.

–¿Posconflicto? Pero si el conflicto acaba de comenzar –le dije–: al menos el mío…

–Es un cargo técnico –intentó tranquilizarme.

–Y si es técnico, ¿por qué no buscan a Leonel Álvarez o a Jorge Luis Pinto, que se acaba de quedar sin equipo?

Un silencio invadió el comedor.

–¿Y no podemos someterlo a votación, como las circunscripciones especiales para la paz? –volví al ataque. ¿Una votación clara con las niñas, sin polémicas?

–Imposible –me dijo–: ¿acaso sometimos a votación tu regreso a la inmadurez cuando te dio por convertirte en youtuber?

–Me van a tomar del pelo –reclamé desconsolado.

–No te afanes: tú ya no tienes pelo.

–Las niñas necesitan más presencia de sus papás –la chantajeé.

–Gracias a dios trabajar no es abandonarlas –me dijo–; y por si acaso, tienen un papá que estará encima de ellas: ¿o acaso la única que debe trabajar y cuidarlas soy yo?

–Trabaja –le dije– trabaja duro: pero no en el gobierno.

Y lo decía de verdad. Hay cientos de trabajos disponibles: recoger firmas para Ordóñez por 50.000 pesitos; convertirse en encuestadora del Centro Democrático, en estilista de Timochenko, en psicóloga de pareja del Junior o de Claudia López y de Sergio Fajardo; aun en chinomática del deprimido de la 94: ¿por qué, precisamente, tenía que aceptar un cargo en este gobierno anémico y débil, al que le queda menos de un año de tristeza?

Por momentos parecía un diálogo de taxistas:

–Piensa en mi carrera –clamé.

–¿Y desde cuándo tu carrera vale más que la mía? –respondió, cruceta en mano.

Iba a acribillarla con la retahíla de que trabajar para este gobierno poco valía la pena, pero me cortó de un tajo:

–No me voy de cónsul a Canadá, entiéndeme: me voy a trabajar en un tema difícil, al que me he dedicado por muchos años. Y tengo mucho entusiasmo.
–Entiéndeme tú –le respondí con vehemencia–: a estas alturas del partido, el único que le acepta un cargo a Santos es Camilo Sánchez.

No escuchó razones. Y temo que ya no hay nada que hacer. Desde esta semana, mi mujer se convertirá en funcionaria. Y del gobierno de Santos, además. Sé que su trabajo no incidirá en el mío, pero me parece transparente informarles a mis lectores mientras lidio la pena.

Terminé, pues, el desayuno, brindando por ella con un trago de café mientras le deseaba buena suerte. Y estuve a punto de encargarle almendras para endulzar el momento.

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