OPINIÓN

Y al final voté en blanco: la columna de Daniel Samper

"Estamos en Colombia, y los sucesos se dieron como se dieron, y la segunda vuelta consiste ahora en elegir el mal menor entre dos males, votar contra el que menos miedo despierte: elegir entre Petro y Uribe, dos enfermedades de síntomas semejantes, pero que no son lo mismo",dice.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
16 de junio de 2018

Pensé en votar por Petro, lo digo con honor, hasta el último minuto de mi vida. Es cierto que no fueron días fáciles; que me resultaba absurdo plantearme a mí mismo semejante dilema: ¿voto por Petro -daba vueltas en las cobijas por las madrugadas- a pesar de las críticas que me inspira? ¿Le doy el votico al sexto mejor Moséis del Mundo, el Mesías Humano, al ex alcalde de la caótica Petrópolis?, cavilaba mientras sus seguidores me presionaban en las redes; ¿me animo, pues, a votar por el Mesías que posó en el centro de Bogotá con los tablones de los mandamientos de dios? ¿Por el líder ambiental que no solo demuestra su amor por la naturaleza defendiendo a las plantas, sino convocando a los plantones?

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Siempre he sido una persona insegura, si mal no estoy. Pero para estas elecciones había trazado un minucioso plan de acción que no albergaba duda alguna: plan A: cruzar los dedos para que, así acudiera a un Google en los debates, y le sudara únicamente la axila derecha, Sergio Fajardo consiguiera pasar a segunda vuelta electoral; plan B: cruzar los dedos para que, si Fajardo no despegaba en la campaña, entre pola y pola, y entre tinto y tinto, Humberto de la Calle emborrachara –o desvelara- al electorado con sus propuestas, y obtuviera un cupo en la final. Y como contingencia final, estaba mi plan C: cruzar los dedos, así resultara paradójico, para que a Vargas Lleras no le fallaran los gamonales, y  sus maquinarias lo impulsaran al balotaje último.

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Pero estamos en Colombia, y los sucesos se dieron como se dieron, y la segunda vuelta consiste ahora en elegir el mal menor entre dos males, votar contra el que menos miedo despierte: elegir entre Petro y Uribe, dos enfermedades de síntomas semejantes, pero que no son lo mismo, de ninguna manera, todo hay que decirlo: todo hay que decirlo.

Por Duque no pensaba votar ni muerto: el arrume de políticos viejos y homofóbicos que lo rodean, y su docilidad ante los designios de su Patrón, me lo impedían. Al revés: lamenté como pocos que haya resultado siendo buen candidato: al hombre le soltaban un balón de fútbol y hacía la 21, lo dormía en la cabeza; luego bailaba con vueltas audaces, sacaba la guitarra y entonaba canciones: era el primo que uno soñaba tener. “Se tomará las cortes, pero es un bacán”, pensaba el elector; “contralará las tres ramas como lo hizo Chávez, pero canta “Prisioneros” como nadie”.

El lío consistía, en realidad, en determinar si la única manera de frenarlo, era votando por Petro. Si no me gusta ninguno de los dos, cavilaba, ¿lo lógico no es no dejar de votar por ambos? Pero la vehemencia de las redes pregonaban que no: que el voto en blanco es como el trabajo de Simón Gaviria en el Congreso: inútil. Que el simbolismo de manifestar la doble inconformidad era eso: un simbolismo. Y si alguien sabe de simbolismos es el petrismo, dueños de las tablas de Moisés.

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Mis últimos días eran un auténtico devaneo emocional. ¿le doy el apoyo al Petris, pese a que nunca me ha gustado?, me preguntaba preso de sudoraciones nocturnas. Su talante de caudillo siempre me ha producido desconfianza; su alcaldía me pareció un caos; sus propuestas son ilusas, en el más condescendiente de los modos, e inviables, en el peor:  ¿me debo tragar todos esos sapos en aras del país? ¿Le firmo sin leer? ¿Me convierto en mi propio Simón Gaviria?

En el desesperado desvelo de cada noche, pensaba, con ingenuidad, que, a pesar de los súbitos matices que adoptó después de la primera vuelta, votar por Petro, de todos modos era votar por Petro. Pero si lo insinuaba en las redes, el petrismo en pleno me respondía que no ser petrista era cohonestar con el paramilitarismo uribista, ser asesino de la paz y lavarse las manos.

Débil y sensible, como soy, cedí ante tantas presiones y exploré entonces el camino de mi adhesión al petrismo. Resultaba tentador, no engaño a nadie, pasarse al equipo de la Felicidad Humana: ya no ser el vilipendiado líder de opinión, oligarca y corrupto, que no reconoce las virtudes de Petro por sus intereses ocultos, sino anunciar mi voto por él y entregarme de lleno al abrazo feliz de quienes antes me insultaban: pasar de la desconfianza en Petro al amor sin límites por él, conquistar nuevos apoyos a la causa: ¡trabajar en la bodega!

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Repasé algunos argumentos para deslumbrar a los intelectuales humanos: voto por Petro porque igual va a tener en contra el ejército. Voto por Petro porque igual el Congreso no lo va a dejar hacer nada. Voto por Petro porque se comprometió a no ser Petro, lo firmó en mármol. Incluso me uní al movimiento de un amigo, Antipetristas con Petro, y estuve mosca para entrenar abejas castrochavistas que chuzaran a Uribe, pese a que Uribe al final nos chuzaba a todos.

Pero al final no pude, esa es la verdad: ya en la urna marqué la casilla alternativa. Por distintos que sean, si no me gustaba ninguno antes, no me gusta ninguno ahora. Y al final me sostuve, como balón de fútbol en la frente de Duque. Y mi voto fue blanco, como el pelo del senador Robledo. Y no creo que sea inútil; al menos no tanto como la gestión legislativa de Simón Gaviria.

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