Salud Hernández

OPINIÓN

De Jorge 40 y el poder cachaco

No dudo de que el día que acepte hablar en algún escenario público parecerá otro Timochenko, minimizando su barbarie e intentando convencer de la legitimidad de su accionar criminal.

Salud Hernández-Mora
3 de octubre de 2020

Se bajó del helicóptero vestido de camuflado. Me saludó, anunció que decidió colarse en la entrevista que había concertado con Mancuso en una finca de Córdoba, y sacó de un sobre una columna mía. Observé que había subrayado con regla algunas frases y dijo que quería rebatirlas. Más que el adjetivo “criminal”, a Jorge 40 le molestaban sobremanera que le llamara “capo” y “narco”, y lo recalcó varias veces. “No conozco el color de la cocaína”, llegó a afirmar. Obsesivo, irascible, despiadado, vengativo, inteligente, convencido de su causa paramilitar, con enorme poder y don de mando, responsable de un sinnúmero de crímenes atroces, solo cejó en su fútil empeño de convencerme para que rectificara cuando Mancuso se cansó de la quejadera, que duró una hora, y pidió que nos centráramos en la entrevista.

Años después, en 2006, fui al Cesar a entrevistarlo. Renuente a entregar las armas, Jorge 40 no creía en el proceso de paz, aunque a esas alturas ya no podía esquivarlo. Pensaba que estaba mal diseñado y peor negociado por los suyos y que, además, ni el Gobierno Uribe les cumpliría ni las altas cortes bendecirían parte de los acuerdos, tales como librarlos de la cárcel.

Distinto, decía, a lo que pasaría con el ELN, que en ese momento hablaba de paz. No pisarían jamás una prisión y saltarían a la arena política, diferencia que consideraba injusta. Clamaba que habría necesitado más tiempo para acabar con las guerrillas en los territorios del bloque Norte e insistió en que solo cobraba impuestos a la coca en zonas productoras.

En aquella ocasión y por primera vez tras años de preguntárselo por correo electrónico, aceptó que fueron los responsables de la muerte de los siete miembros del CTI, una espantosa masacre que antes siempre achacaba a las Farc. Los “ejecutaron”, adujo, por tratarse de combatientes que entraron a territorio de guerra “sin avisar”. Y no podía ubicar los restos, puesto que los “ejecutores” estaban muertos. También expuso razones falaces para justificar el asesinato de unos indígenas wayuus en La Guajira.

No dudo de que el día que acepte hablar en algún escenario público parecerá otro Timochenko, minimizando su barbarie e intentando convencer de la legitimidad de su accionar criminal. Natural de Valledupar, miembro de una familia reconocida, decidió tomar las armas para defender su tierra, muy castigada por las guerrillas, ante el abandono estatal.

Al pertenecer a la élite vallenata, utilizó a personas de su círculo social como testaferros y uno de ellos, Hugues Rodríguez, cuya hermana fue secuestrada y asesinada por las Farc, también perteneció a su banda armada. Nunca entendí por qué la Justicia colombiana no persiguió a Hugues y cómo logró entregarse a la norteamericana y sellar un acuerdo que le dejaba libre en Estados Unidos sin aportar su testimonio sobre su paso por las AUC.

No creo que Jorge 40 esté dispuesto a echar al agua a quien fue su mano derecha, un personaje siniestro, con crímenes a sus espaldas, que niega al infinito su pertenencia a las AUC y aspira a que lo olvidemos para seguir disfrutando su inmensa fortuna sin sobresaltos. Tampoco acusará a los que le guardaron fincas y ganado. Dirá, eso sí, que Bavaria y Postobón pagaban vacuna para operar en los territorios de las AUC y, quizá, admita algunos de los pecados de la Drummond, pero nada clave.

Sabe, en todo caso, que para no pudrirse en la cárcel necesita entrar a la JEP, que regala libertades a cambio de algunas verdades. Si se trata de paracos, piden hechos que involucren a Uribe. Por eso dudo que exijan a Jorge 40 contar las masacres y otros crímenes de la gente del común y, menos aún, de un capítulo interesante que evidencia cómo algunos en Bogotá se hacían los locos con la parapolítica cuando les convenía.

Jorge 40 impuso a Hernando Molina como candidato único a la gobernación del Cesar en 2004. Muchos de los que ahora reclaman indignados sus verdades prefirieron mirar para otro lado cuando Edgardo Maya y otros adujeron que el resto de aspirantes se retiraron por su propia voluntad y dejaron el campo libre a Molina para honrar la memoria de la Cacica. La madre de Molina, una mujer extraordinaria, había sido secuestrada y asesinada de manera vil por las Farc.

Aunque el crimen conmocionó al país y al Cesar, la orden de Jorge 40 fue tan abusiva y repudiable que el departamento votó masivamente por “Mr. White”, como jocosamente bautizaron al voto en blanco, única manera que encontró la ciudadanía de rechazar al candidato único del jefe paramilitar. Y casi gana.

Edgardo Maya, procurador general adorado por políticos y medios cachacos, viudo de la Cacica y padrastro de Hernando Molina, cada vez que le preguntaban por qué su hijastro concurría en solitario a las elecciones, daba la misma respuesta, que todos compraban: los contendores dieron un paso al costado, conscientes de que los barrerían los votantes, prestos a respaldar al hijo de la víctima. Y todos tan felices, incluyendo la Justicia.

Gracias a declaraciones de paramilitares acogidos a Justicia y Paz, en 2007 la Fiscalía acusó a Hernando Molina por parapolítica y debió dejar su cargo. Solo pagó tres años de cárcel, se movía por el Cesar como un ciudadano más y, cuando fueron a detenerlo por el presunto asesinato de un líder indígena kankuamo, se fugó y vive tranquilo en algún lado. ¿Alguien escuchó alguna vez reclamos de los ahora indignados para que lo busquen?

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