OPINIÓN

Vientos que llegan del norte

En abril pasado, el Partido Laborista noruego anunció que desistiría de su histórico apoyo a la posibilidad de desarrollar los yacimientos petrolíferos costa afuera de las islas Lofoten, en la región ártica de ese país, que es el mayor productor de hidrocarburos de Europa Occidental.

Esteban Piedrahita
9 de octubre de 2019

El cambio en la posición laborista significa, en la práctica, que recursos estimados en entre 1.000 y 3.000 millones de barriles nunca serán extraídos, pues se consolida un sólido bloque contrario a su explotación en el parlamento del país nórdico. 

Aunque muy criticado por la industria petrolera noruega (de fuerte componente estatal) y por el sindicato de trabajadores del sector (de filiación tradicionalmente laborista), el anuncio generó aplausos entre la comunidad ambientalista internacional. Incluso, algunos opositores de la posibilidad de que Colombia explote sus yacimientos de hidrocarburos no convencionales, cuyas reservas estimadas superan las de las islas Lofoten, han aludido al caso noruego como un ejemplo a seguir. Sin embargo, las perspectivas desde las que ambos países se aproximan a este tipo de decisiones difícilmente podrían ser más diferentes.

Noruega toma su decisión desde un sitial de enorme privilegio. De una parte, el desarrollo de los yacimientos de hidrocarburos costa afuera en el Mar de Barents, que despegó a fines de los años 70, ha contribuido a convertirla en uno de los 5 países más ricos del mundo. Hasta que comenzó a explotarlos, su vecina Suecia—patria de la ahora célebre Greta Thunberg—, había sido significativamente más próspera, y miraba de reojo a sus campechanos ‘primos’ del occidente. 

Desde 1980 y hasta julio de este año, Noruega extrajo más de 46.300 millones de barriles de hidrocarburos de su subsuelo, contra menos de 10.000 millones de Colombia, un país con una población más de 9 veces mayor. Esta actividad ha contribuido cerca de US$2,8 billones (millón de millones) de dólares a la economía del país escandinavo, equivalentes a más de 8 años de PIB colombiano y a más de US$530 mil por cada ciudadano noruego.

A pesar de tener una fuerte dependencia económica y fiscal del petróleo y el gas, que representan el 17% de su PIB, el 53% de sus exportaciones y el 21% de los ingresos del estado, un país con un ingreso por habitante de más de $240 millones de pesos por año (12 veces el promedio colombiano) bien se puede dar el lujo de dejar recursos en el subsuelo. Máxime cuando, gracias a los hidrocarburos, ha acumulado un fondo de ahorro soberano con activos superiores al billón de dólares (cerca de US$200 mil por cada ciudadano).

Pero el contraste va más allá. Al margen de los enormes volúmenes de petróleo y gas que ha exportado, Noruega es también un país mucho más contaminante que Colombia, en términos del dióxido de carbono que emite por habitante. Según datos de la Comisión Europea, en 2017 el país nórdico generó 8,85 toneladas de CO2 per cápita, casi 6 veces el registro colombiano (1,53). Lo que es más, esta cifra ha aumentado un 3% desde 1990 en Noruega, mientras que en Colombia se ha mantenido prácticamente estable. 

Si nos remitimos al llamado a la responsabilidad ética que propugna Greta, no hay duda que un país relativamente pobre y poco contaminante como Colombia goza de mayor autoridad moral, a la hora de tomar decisiones sobre la explotación de un recurso valioso con externalidades negativas sobre la atmosfera, que uno que ha construido una gran riqueza apalancado en fuentes no renovables y con una senda de emisiones muy superior. 



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