JORGE HUMBERTO BOTERO

Opinión

¡Decrecimiento económico!

Colombia, potencia mundial en la producción de humo.

13 de septiembre de 2022

La ministra de Minas y Energía ha propuesto a los países ricos que reduzcan el tamaño de sus economías a fin de abrirnos espacio a los países pobres o de desarrollo insuficiente. Interesante y novedosa propuesta.

Aunque soy tan ignorante como Sócrates, y bastante más que la ministra, me atrevo a decir que el conflicto entre naturaleza y sociedad es tan antiguo como el hombre. Somos los seres humanos responsables de la extinción de muchas especies. En los tiempos actuales ese problema es más grave que nunca: el calentamiento global, la contaminación, la deforestación, han adquirido dimensiones inusitadas. En esto el consenso es casi total.

Percatémonos de la magnitud de la propuesta que dirige nuestra ministra a un conjunto de países: implementen políticas diseñadas para lograr que sus economías reduzcan su tamaño. Nunca, en ninguna parte, se ha intentado nada semejante. En numerosas ocasiones, ese ha sido el resultado de políticas públicas mal concebidas, por ejemplo, las hambrunas causadas por Stalin y Mao en la pasada centuria.

Es fácil imaginar las acciones que habría que adelantar para contraer la economía. Restringir la inversión sería el primer paso, lo cual se logra estableciendo la aprobación estatal previa de los proyectos para la construcción, por ejemplo, de fábricas, oficinas o viviendas. Una medida complementaria consistiría en cerrar el crédito bancario que, a fin de cuentas, como lo cree nuestro presidente, no genera riqueza.

Los ciudadanos de los países receptores de esa propuesta le preguntarán a su gobierno por los efectos que, para ellos, tendría que aceptarla. Este responderá que ninguno, siempre y cuando se cumplan complejísimos requisitos: que la población del país caiga en una cierta proporción, para lo cual habría que establecer controles de natalidad y adoptar severas restricciones a la inmigración. Todo ello necesario para tener menos gente demandando una cantidad decreciente de bienes y servicios. Como probablemente esto no resultaría suficiente, sería menester un incremento sustantivo de la productividad ―lo que, en promedio, cada trabajador aporta― lo cual podría darse en función de la capacidad del país para absorber con celeridad el cambio tecnológico. Ese gobernante diría, además, que no puede garantizar que una política así concebida, que tiene costos cuantiosos de largo plazo, sea respaldada por gobiernos futuros.

Los efectos para el país que acoja la noble causa de apoyo a Colombia y otros países semejantes, si las cosas no salen como se quiere, serían una disminución generalizada de la calidad de vida y el surgimiento de segmentos de pobreza, un mal que seguramente había sido erradicado desde hace centurias. En efecto: cuando el tamaño de la torta es menor, menores serán, en promedio, las tajadas o, lo que es lo mismo, el ingreso per cápita.

Un último tópico de este debate parlamentario hipotético consistiría en la determinación de los países beneficiarios de la política de decrecimiento: ¿estarían incluidos China y la India? Países que, a pesar de que no han derrotado a la pobreza, la han reducido sustancialmente sin pedir a ningún otro que frene su expansión. Podemos imaginar la cara de sorpresa del primer ministro que, atónito, no sabrá qué responder.

A mediados del siglo XVIII, la miseria en las islas británicas era agobiante. La tasa de natalidad era elevadísima aunque la población poco crecía; los niños, sobre todo de los estratos pobres de la población, morían como moscas. Dolido por esta horrida situación, Jonathan Swift, un clérigo anglo-irlandés publicó, en 1729, un breve folleto titulado “Una humilde propuesta”. Luego de calcular el número de niños pobres existentes en el Reino, y del número necesario para garantizar la tasa de reproducción de la población, propuso que los demás, “a la edad de un año, sean ofrecidos en venta a personas de calidad… De un niño saldrán dos platos para un convite con amigos, y, cuando la familia cene sola, los cuartos delanteros o traseros serán un plato razonable…”. Esta sería una estrategia, simple y eficaz, para mejorar el bienestar de los hogares sumidos en la miseria.

Por supuesto, el escrito de Swift era una broma macabra para poner de presente la existencia de una situación gravísima cuya explicación se le escapaba. Esta vino a darla Thomas Malthus, otro ministro del culto anglicano, en 1826: “Cuando no lo impide ningún obstáculo, la población se va doblando cada veinticinco años, creciendo de período en período, en una progresión geométrica. Los medios de subsistencia, en las circunstancias más favorables, no se aumentan sino en una progresión aritmética”. Así las cosas ―sostuvo― era imposible mejorar las condiciones de vida de los estratos bajos de la población.

Gran avance fue este en el entendimiento de la abrumadora pobreza, que ningún otro pensador de su época avizoró. Medio siglo después, la conjunción de dos fenómenos, la revolución industrial, que implicó el inicio de una era de grandes innovaciones tecnológicas, y el capitalismo, que hizo posible el crecimiento acelerado de la economía, aportaron las claves para resolver el problema de la pobreza estructural. El gran economista hindú Amartya Sen, en su ensayo Pobreza y hambruna de 1981, demostró que el hambre no es consecuencia de la falta de alimentos, sino de desigualdades en los mecanismos de distribución. El circulo de hierro que descubrió Malthus era cosa del pasado; la hambruna no deriva de la falta de recursos sino de su mala gestión.

Quizás lo ignore, pero nuestra ministra y filosofa es neo-malthusiana. No cree que la ciencia pueda avanzar a la velocidad necesaria para evitar una crisis ambiental irreversible que produciría un empobrecimiento generalizado. Por eso propone que los países ricos se contraigan para que otros crezcan sin que la huella humana sobre el planeta siga aumentando.

Debería tener claro que la transición en el transporte, que permitirá la sustitución de hidrocarburos por electricidad, es ya un proceso en marcha. Convendría que se informará también de los cambios paulatinos, pero igualmente inexorables, en la alimentación humana. En cuestión de décadas dejaremos de sacrificar animales para alimentarnos, los nutrientes que ellos nos proporcionan serán producidos en laboratorios. Gracias al desarrollo de nuevas fuentes de energía y de los avances de la biotecnología, desaparecerán buena parte de las emisiones dañinas y disminuirá la presión sobre la tierra, el agua y el bosque. Nada es seguro, aunque hay buenas razones para suponer que al mundo no le espera una catástrofe inminente.

Briznas poéticas. Un escolio de Nicolás Gómez Dávila: “La filosofía no tiene la función de transformar un mundo que se transforma solo. Sino la de juzgar ese mundo transformado”.

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