OPINIÓN
Demolición institucional
Derribar la Constitución, en vez de buscar consensos políticos para reformar algunas instituciones, es una propuesta peligrosa
Padecemos dos crisis diferentes, así se perciban como una sola: una de orden económico, derivada, en lo esencial, de políticas que no han sido suficientes para corregir la desigualdad, aumentar el empleo, y generar una Seguridad Social adecuada, problemas que la pandemia y los bloqueos han agravado de manera extraordinaria; y otra de carácter político, que proviene, en su dimensión principal, de una aguda pérdida de legitimidad de la democracia representativa.
Respecto del problema económico no se advierten fallas en los paradigmas constitucionales. Está dispuesto que la Seguridad Social, por ejemplo, sea universal, solidaria y sostenible, valores indiscutibles que se satisfacen de manera defectuosa en cuanto a la salud, y se incumplen por el sistema pensional. El debate sobre las transferencias sociales para mitigar los impactos del prolongado confinamiento no versa sobre su diseño sino sobre su tamaño y duración, cuestiones que son de orden fiscal. Para resolverlos necesitamos recursos, no reglas constitucionales, salvo que quisiéramos estatizar la Seguridad Social a fin de que ella sea, de nuevo, un monopolio público. El viejo juego canino de dar vueltas en redondo mordiéndose la cola.
La decadencia institucional en esencia consiste en que la representación política tradicional -sustentada en el voto ciudadano- fue diseñada antes de que cambios tecnológicos irreversibles dotaran a los individuos de la posibilidad de reclamar directamente la atención de las autoridades, y les permitieran gestionar sus intereses colectivos al margen de los partidos, que son hoy el ducto dominante de acceso al Congreso. Resolver este déficit estructural, y, además, lograr que los parlamentos sean más transparentes y eficientes, requiere ingeniería jurídica de primer nivel. Por eso es pertinente pensar en un acuerdo político y social amplio que se presentaría como reforma constitucional por la vía ordinaria.
Se dirá, sin embargo, que tenemos a mano otros dos instrumentos: el referendo y la asamblea constituyente que parecen más promisorios. No conviene usar el primero porque es polarizante y manipulable; para demostrarlo basta recordar todo lo que padecimos con el plebiscito de paz de 2016, que es de la misma naturaleza; tampoco conviene una asamblea constituyente por su dilatada duración, y por la incertidumbre que genera sobre las reglas de juego.
Jaime Castro, en quien convergen experiencia política y conocimiento constitucional, ha planteado una opción aún más radical, que a Epa Colombia -tan eficaz con su mazo destructor en TransMilenio- le encantaría: derogar la carta vigente para comenzar de cero. Según él, padecemos (i) “una guerra civil no declarada” y por eso el herramental de que disponemos es insuficiente para lidiar con la protesta social; (ii) el Congreso, tal como está concebido, nada bueno puede producir; y -lo que me parece más debatible- (iii) cree que el camino idóneo es la construcción de una nueva constitución.
No comparto ninguna de estas opiniones. Curioso que Castro adopte una postura similar a la de Santos para justificar el pacto con un grupo subversivo al que se opuso con sólidos argumentos: la supuesta existencia de una guerra civil entre el Estado y las Farc, de tal manera que el resultado del Acuerdo Final sería la paz de Colombia. Parecería, entonces, que hoy estamos sumidos en otra guerra que podríamos ganar mediante el expediente de una nueva constitución. ¡Por favor, no caigamos, otra vez, en ese simplismo! El malestar social que en la actualidad padecemos es consecuencia de un empobrecimiento súbito y generalizado de la población, y de la desesperanza juvenil. El problema es de privaciones económicas y de falta de futuro, problemas que no se resuelven en el ámbito constitucional.
En segundo lugar, si bien se pueden plantear glosas fundadas sobre algunas reformas realizadas por el Congreso desde 1991 -no todas- su mala calidad obedece a que nuestros gobiernos recientes no han tenido la capacidad de desarrollar políticas que aglutinen también a la oposición; hemos carecido de políticas de Estado que son aquellas pocas que escapan a los disensos normales en la política diaria y obtienen respaldo generalizado. El plebiscito de 1957 y la Carta de 1991 pertenecen a esa categoría de acuerdos incluyentes.
En cuanto a su tercer argumento anoto que las diferencias entre el país austral y nosotros son enormes. Chile tiene una carta política que, a pesar de las reformas de corte democrático que se le han introducido, carga con el lastre de haber sido adoptada en el gobierno dictatorial de Pinochet; la nuestra, por el contrario, sigue gozando de amplio prestigio. Además, mientras la de Colombia fue modificada para albergar el acuerdo con las Farc, los chilenos no han tenido que lidiar con grupos guerrilleros.
Adoptar una nueva constitución implica un salto al vacío si no existe un gobierno dotado de un fuerte liderazgo que la oriente; para realizar ese transito no hay, en principio, ninguna restricción. Podemos establecer un sistema parlamentario, adoptar el federalismo, permitir la reelección presidencial, expropiar “por una sola vez” a los ricos… o revocar el mandato de los parlamentarios que elegiremos en marzo. ¿Será que vale la pena meternos en esos y otros líos colosales?
Así mismo, serviría para clausurar la posibilidad de nuevos pactos constitucionales con grupos guerrilleros, o para desembarazarnos del Acuerdo con las Farc, un viejo anhelo de ciertos sectores. En efecto: el nuevo Estado solo tendría que respetar tratados internacionales vigentes, categoría en la que ese pacto no encaja. Se trataría -dice el ilustre intelectual y político- de evitar “…las órdenes que los voceros del Gobierno y la subversión, en cualquier otro nuevo proceso de paz, impartan al Congreso como lo hacía De la Calle desde La Habana”.
Reformar algunos aspectos de la Constitución o prescindir de ella implica un dilema existencial que los candidatos a la presidencia no pueden ignorar.
Briznas poéticas. Del poeta español Rafael Santos: “Cuanto he tomado por victoria es sólo humo…/ jamás pensé en el mensaje que traías, más precioso que todos los triunfos. / Tu llameante rostro me ha perseguido y yo no supe que era para salvarme”.