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Gracias, Duque, por hundir a Uribe…

Antes pensaba que no merecíamos padecer este gobierno de fábula. Pero ahora todo tiene sentido. Lo que parecía torpeza es genialidad.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
2 de noviembre de 2019

Reconozco que hasta el domingo pasado fui crítico despiadado del presidente Duque; que lo insulté de tantas maneras que todavía siento vergüenza de mí mismo: lo llamé títere, mascota, malumista; lo tildé de frívolo, de inexperto, de aprendiz. Me burlé de su condición de seguidor del diablo, tanto por ser hincha de América, como por su adoración por el Presidente Eterno. Y en momentos de franca desesperación estuve a punto de decirle impoluto, de gritarle buen muchacho.

Cada vez que lo veía atrapado en el enredo del poder en que él mismo quiso meterse sin estar preparado, sentía una mezcla de compasión por sus buenos propósitos y de rabia por su voracidad de inexperto que me impedían verlo con respeto.

Esta semana, por ejemplo, imaginaba que Uribe lo volvía a disfrazar, ya no para ganar las presidenciales sino para permitirle pedir dulces alrededor de Palacio.

— Oístes, Iván: hoy no te voy a disfrazar de mesurado, como el año pasado –le decía el dulce abuelo, taciturno por los malos resultados del domingo.

— ¿No me pongo el sombrero y los crocs entonces, Presidente Eterno?

— No, mi niño: las elecciones ya pasaron… hoy te podés disfrazar de lo que querás.

Imaginaba entonces que, pleno y dichoso, el presidente llamaba a María Paula Correa para que le despintara las canas y lo disfrazara con los atuendos clásicos que fascinan a los niños de su edad: bombero, para apagar los incendios que prende su ministro de Defensa; soldado, con accesorios como fusil para forcejeos y celular con chats para recibir órdenes; o aun astronauta, para que le resulte más fácil vivir en la luna.

Incluso imaginaba que su mano derecha lo animaba para que pensara en algo menos obvio:

—Disfrázate de presidente, presidente. –le pedía.

— ¿De presidente? –respondía Duque, sorprendido.

— ¡Sí! –se emocionaba ella-; ¡de presidente de verdad! ¡Ya sé, de presidente de centro!

— ¿Me disfrazo de centro, con todo y vendedores ambulantes?

— De centro del espectro ideológico, quiero decir, como pasó en Bogotá: sin caudillos extremistas de derecha o izquierda.

La secretaria privada le amarraba entonces al presidente una pañoleta de seda en el cuello, a la manera de la de Claudia López, bajo el pliegue de la papada; le implantaba greñitas paisas iguales a las de Fajardo, a las de Daniel Quintero; le pedía prestada la chaqueta roja a Carlos Fernando Galán, que es talla M pero por el exceso de uso cede, y lo vestía con ella: al final lo dejaba disfrazado de gobernante de centro para que saliera a la calle libre y feliz.

Antes pensaba que no merecíamos padecer este gobierno de fábula. Pero ahora todo tiene sentido. Lo que parecía torpeza es genialidad.

Pero los días en los que yo ridiculizaba a Duque quedaron atrás: a mis espaldas, por decirlo de modo coloquial. Porque después de observar los resultados de la jornada electoral, no me queda más remedio que recoger mis palabras, pedirle disculpas y reconocer el inmenso lugar en la historia que merece su gestión.

Y lo digo de corazón. Con apenas un año en el poder, Duque se convirtió en el único dirigente colombiano capaz de vencer del todo al uribismo: de enterrarlo en el pasado sin necesidad de llevar al país a una guerra civil.

Los resultados de las últimas elecciones, en que el uribismo perdió aun en Antioquia, lo demuestran. Ni los magistrados de la corte que atajaron la tercera reelección; ni los periodistas que han denunciado sus excesos; ni siquiera la potranca que alguna vez lo tiró a tierra y le volvió trizas una costilla, como si fuera la paz, habían logrado desgastar a Uribe de verdad.

Lo logró Iván Duque, hombre valiente y probo como ninguno.

Antes pensaba que no merecíamos padecer este gobierno de fábula en que piensan que el glifosato causa el mismo daño que 500 vasos de agua; no creen en la sistematicidad de los asesinatos a líderes sociales pero sí en la existencia de los unicornios y de los siete enanitos, y piden la palabra en escenarios internacionales para mostrar fotos de contexto.

Pero ahora todo tiene sentido. Lo que parecía torpeza es genialidad, conciencia patria, sentimiento de futuro.

Bienvenida entonces la displicente arrogancia de Alberto Carrasquilla; los permanentes atentados contra el medioambiente de la política gubernamental; las desorbitadas declaraciones de Martuchis, la madrina de Faryd, siempre lista a inspirar memes. Bienvenidos los vestidos de la primera dama; la valentía del ministro Botero al denunciar los carteles de los tendidos de ropa al sol del Vichada; los infructuosos conciertos en la frontera. Porque todo tiene un sentido, y este aparente desgobierno del niño del Rochester es en realidad su forma de refundar la patria: de acabar electoralmente con el uribismo de una buena vez.

Saludo pues al único prócer vivo que le queda a Colombia: el hombre gracias al cual se vienen días dulces para la patria. Aunque no tan dulces como los que pidió en el centro, aquella vez que se disfrazó de presidente.

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