Opinión
Desastre total
Agobiados por niveles de violencia que creíamos superados, se requiere un replanteamiento de la política de Seguridad nacional
Un extraño fenómeno ocurre en la psique colectiva de los colombianos que nos dificulta entender la naturaleza de la violencia estructural que padecemos. En 1948, fue asesinado Jorge Eliecer Gaitán. El autor del crimen pagó con su vida, que, por las circunstancias en que sucedió, parece haber sido el acto solitario de un desquiciado mental. Algunos sostienen todavía hoy, 75 años después, y con base en meras conjeturas, que detrás de Juan Roa Sierra, el autor material, hubo una vasta conjura de sectores sociales retardatarios. Y que ese crimen es una de las causas fundamentales de la violencia actual. Se requiere muchas maromas teóricas para llegar a esta conclusión.
Belisario Betancur fue elegido presidente en 1982. Al comenzar su mandato lanzó la tesis de que la pobreza es la causa objetiva de la violencia. No aportó una sola prueba de esa tesis y omitió considerar que hay países pobres que son pacíficos y que, por el contrario, la apropiación de riqueza es, con frecuencia, fuente fecunda de conflictos violentos. Sin embargo, como su discurso sonaba bien, nos puso a pintar palomas de la paz en calles y muros. Su proceso de paz fue un fracaso y creó un precedente pernicioso: que es necesario negociar con los violentos en vez de someterlos, o sea lo contrario de lo que hacen los Estados consolidados.
A partir de la manipulación del mito fundacional de las Farc en 1964, este grupo armado y el gobierno de Santos sostuvieron que el país estaba inmerso en una guerra civil de más de 50 años. A pesar de la propaganda oficial, un poco más de la mitad del electorado rechazó, en 2016, esa tesis que ningún historiador serio respalda. No obstante, se pactó “La paz total y definitiva”, que no pudo ser, se nos dice, por culpa de Duque. (Tampoco se han logrado avances mayores durante este gobierno).
Tendría que llamar la atención que el partido Comunes, creado por las antiguas Farc, carezca del masivo respaldo ciudadano que cabría imaginar para uno de los protagonistas de esa guerra civil imaginaria. Por el contrario, han reverdecido como empresas criminales muy exitosas. Lo que ocurrió durante un cierto período fue una revuelta campesina, localizada en un espacio reducido, que tuvo apoyo de la Unión Soviética y de Cuba en el contexto de la Guerra Fría. En otros países de la región sucedió algo parecido. No vieron varios de nuestros gobiernos que, a mediados de los ochenta, se produjo una mutación radical: de la política armada a una delincuencia común tan poderosa que ha implicado el control de la población, en vastas porciones del territorio, por actores ilegales. En rigor, no es ahora Colombia un Estado unitario; es una especie de Estado feudal. Su soberanía se encuentra compartida con varios grupos violentos. En el Catatumbo, Chocó, Cauca y Nariño no operan con regularidad las autoridades de la República.
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Reunido Petro hace unos meses con la cúpula militar, reconoció la inexistencia de móviles políticos en esa vasta constelación de estructuras criminales. No midió el impacto que sus palabras tendrían en las negociaciones con los elenos. Cuando le llamaron la atención esos supuestos guerrilleros dio marcha atrás.
Seguimos, pues, anclados en los mitos que comenzaron a construirse en 1948. Aún se cree que seguimos inmersos en un conflicto político y no, como está a la vista, sometidos a un asedio criminal de dimensiones inusitadas. El pacifismo ingenuo, la idea que la paz tiene que provenir de negociaciones con los violentos, no del ejercicio firme de la autoridad, ha conducido a una estrategia fatal: a una tregua, ya en vigor con uno de los grupos delincuenciales y pactado con otro, que debería entrar a regir en los próximos días. Como son dilatados, además, los periodos estipulados, sería absurdo que estas gabelas no fueran aprovechadas para el fortalecimiento militar de los criminales, como ya ocurrió durante los años del fallido proceso del Caguán.
A los elenos les hemos hecho esa concesión enorme sin que jamás se hayan comprometido a reconocer que el fin del conflicto implica desmovilización y dejación de armas. El diálogo con la sociedad civil en curso carece de efectos vinculantes para el Estado. Es una manifestación de una estrategia reiterada del ELN. Siempre dispuestos a dialogar, nunca a realizar acuerdos para poner fin a la violencia.
La indefensión de la población civil y el escalamiento de la violencia han sido resultado de la pasividad a la que la Fuerza Pública ha sido condenada por el Gobierno. Los grupos delincuenciales, que libran una feroz contienda para controlar el territorio, gozan ahora de amplios grados de libertad para atacarse mutuamente. Lo hacen no solo en combates abiertos. Acuden, así mismo, al asesinato de personas inermes a las que acusan de ser aliados de sus enemigos o traidores a su causa. El ELN invoca la Justicia Revolucionaria como fuente de su derecho a matar, como lo hizo en Barranquilla, a un antiguo militante. Ese crimen es una bofetada al Estado; el Gobierno, en público, nada dijo.
Sin embargo, hay que recordar que fue acertada la decisión de fortalecer las armas de la República para enfrentar a los malhechores adoptada por Pastrana, sostenida con firmeza por Uribe y usada por Santos como palanca eficaz en sus negociaciones con las Farc. Es eso lo que debe hacerse de nuevo. Lo que la sociedad toda debe exigir.
Para salir sin complejos de esta pasividad que nos ahoga en sangre, es menester recordar que ningún país de este hemisferio adelanta negociaciones de paz, a pesar de que la violencia que irradia desde Colombia se ha extendido por todos los países vecinos. Saben sus autoridades que la solución que aquí impera, -poner la otra mejilla- carece de sentido. Debemos advertir finalmente que la política de claudicación, que en México se denomina Abrazos y no balazos, ha fracasado.
Una nueva política de seguridad ciudadana debería ser el primer punto del Acuerdo Nacional del que en vagos términos habla el Pacto Histórico. El senador Iván Cepeda, que es persona de buen juicio, podría jugar un papel importante en plantear opciones.
Briznas poéticas. Marguerite Yourcenar pone estas palabras en boca del emperador Adriano: “La letra escrita me ha enseñado a escuchar la voz humana, igual que las grandes actitudes inmóviles de las estatuas me han enseñado a apreciar los gestos”.