OPINIÓN

El delirio y el público

Es el delirio cada día más grave del capitalismo y el imperialismo, desatados de las ligaduras de temor que les habían puesto la Revolución social rusa de 1917 y la Segunda Guerra Mundial del 39-45, y su remate: la advertencia de destrucción universal de las bombas atómicas.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
24 de agosto de 2019

Lo aterrador del presidente Donald Trump no es su delirio personal, cada día más evidente. Pocos han leído su discurso de hace unos días en un pueblo de Virginia Occidental para explicarles a sus fieles su intención de comprarle a Dinamarca su isla de Groenlandia, la más grande del mundo, toda cubierta de una capa de hielo de 2 kilómetros de espesor (la mayor reserva de agua dulce del planeta) y preñada de metales preciosos, y fondo de tanto petróleo como tiene Arabia Saudita.

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Cuenta el diario inglés The Guardian, en una transcripción firmada por Nancy Pick, que dijo Donald Trump en su discurso de campaña electoral:

¡Mis amigos! ¡Les encantará Groenlandia! Yo he estado ahí muchas veces. Estuve ahí tratando de detener los aviones que iban a volar las torres gemelas de Manhattan. ¿Y saben por cuánto voy a comprar Groenlandia? ¡Por nada! La pagarán los chinos. La gente dice que es el negocio de finca raíz más grande de toda la historia. Dice que solo Trump hubiera podido hacer tan buen negocio. Tal vez, no sé. Lo que sí sé es que los holandeses pagaron 60 guilders para comprar la isla de Manhattan, y yo la hubiera comprado por 30, con la ñapa de Staten Island. Y dicen –dicen las ‘fake news’– que Trump odia el medioambiente. ¡Que vayan a ver mis campos de golf, los más hermosos del mundo! ¡Probablemente yo soy el primer ambientalista del mundo! ¿Qué hizo Obama por los pingüinos de Groenlandia? ¡Nada! Yo me voy a ocupar de que nada le pase a ningún pingüino de Groenlandia. ¡Nadie ama el medioambiente tanto como Trump!”.

Y el provinciano y feliz público norteamericano de su mitin aplaude y canta: “¡Pin/güi/nos! ¡Pin/güi/nos!”. No sabe, como tampoco sabe Trump, que en Groenlandia no hay pingüinos. Pero si los hubiera, “¡estarían ansiosos por ser estadounidenses! ¡No como los demócratas!”, asegura Trump. Y le creen.

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Porque lo aterrador de Trump no es su propio delirio, sino que su delirio se lo creen, y se lo aplauden. No es suyo propio: es un reflejo. Es el delirio cada día más grave del capitalismo y el imperialismo, desatados de las ligaduras de temor que les habían puesto la Revolución social rusa de 1917 y la Segunda Guerra Mundial del 39-45, y su remate: la advertencia de destrucción universal de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Ese temor ha desaparecido. El “campo socialista” heredero de la Revolución Bolchevique se derrumbó por dentro, el horror de la guerra se erotizó en las películas de Hollywood, la amenaza atómica terminó por no matar a nadie: simple juego de científicos en tableros de pizarra y de militares en desiertos remotos. El de Trump es el mismo delirio megalómano que llevó a esa revolución primero y a esa guerra después.

Donald Trump es simplemente un payaso delirante. Pero su circo está lleno de público.

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