OPINIÓN

La invasión habitual

La invasión que propone Trump a Venezuela es lo habitual, lo normal... Es un bocado más duro de tragar, que Panamá o Granada, pero más apetitoso.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
7 de julio de 2018

Hablando de la incomodidad que le produce Venezuela, el presidente Donald Trump les planteó una pregunta hace ya 11 meses a sus consejeros y ministros: “¿Por qué no podemos sencillamente invadirla?” (“Why can’t the US simply invade the troubled country?”). Así lo acaba de divulgar la agencia Associated Press, citando fuentes anónimas

del gabinete presentes en la reunión. Al día siguiente, 11 de agosto de 2017, Trump volvió a sugerir lo mismo públicamente, mencionando una posible “solución militar”. Y llegada en septiembre la Asamblea General de la ONU les propuso la idea durante una cena privada en Nueva York al presidente colombiano Juan Manuel Santos y a otros tres gobernantes latinoamericanos, que la agencia no nombra. Al parecer le dijeron que no era prudente. Pero Trump, por su parte, citó “casos de éxito de la ‘diplomacia de la cañonera’ en la región, como las invasiones de Panamá y Granada en los años ochenta”.

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¿Sí fueron “exitosos”, como piensa Trump? Habría que recordarlos en detalle. Lo de la pequeña isla caribeña de Granada (100.000 habitantes) sucedió en octubre de 1983, y fue la primera empresa militar triunfante de los Estados Unidos después de su derrota en Vietnam y su humillación en Irán. La invasión la emprendió Ronald Reagan, el inventor del eslogan que hoy copia Trump en la cachucha: “Make America Great Again”. La razón alegada para la operación, llamada “Furia Urgente”, fue que un aeropuerto que estaba construyendo el gobierno granadino con ayuda de Cuba constituía “una amenaza para la seguridad nacional” de los Estados Unidos, y que por añadidura los ciudadanos norteamericanos residentes en la isla podrían ser tomados como rehenes, como había sucedido recientemente en Teherán.

Así que en un simultáneo desembarco anfibio y lanzamiento aeroportado de paracaidistas cayeron sobre la isla 7.600 marines y soldados norteamericanos (y 300 auxiliares jamaiquinos), para enfrentarse al ejército granadino de 1.500 hombres y a 700 cubanos armados que trabajaban en la construcción de la pista. Murieron 45 granadinos y 25 cubanos, y 19 invasores. Cayó prisionero el jefe de los granadinos, el coronel Hudson Austin, que fue juzgado y condenado a 25 años de cárcel. La Asamblea General de la ONU condenó la invasión como violatoria de las leyes internacionales por 108 votos contra nueve (y 27 abstenciones). Hasta la primera ministra británica de la época, Margaret Thatcher, que era la más recia aliada de Reagan, censuró a su amigo en una carta privada, aunque lo respaldó públicamente. Pero la amenazada seguridad nacional de los Estados Unidos consiguió salvarse. Y, tal como Reagan esperaba, la opinión pública norteamericana aplaudió la victoria como prueba fehaciente de que los Estados Unidos estaban recuperando su grandeza maltratada en sus recientes guerras perdidas. A las 1.700 tropas vencedoras se las premió con nada menos que 5.000 medallas al valor y al mérito: de a tres por cabeza.

Porque las ‘soluciones militares’, para retomar la expresión de Donald Trump, tienen de malo que no son soluciones, sino complicaciones. Como le advertía a Napoleón su sagaz ministro Talleyrand: “Con las bayonetas se puede hacer de todo. Salvo sentarse encima”

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Lo de Panamá, cinco años después, fue algo más largo: tres semanas, desde mediados de diciembre de 1989 hasta enero de 1990. El presidente George W. H. Bush (padre) anunció la invasión ya iniciada bajo el pretexto de proteger la vida de los ciudadanos norteamericanos, restablecer la democracia en Panamá y combatir el narcotráfico. Frente a los 16.000 hombres de las fuerzas de defensa panameñas los Estados Unidos despacharon 300 aviones cazas y bombarderos, varios buques de guerra, docenas de tanques, 27.684 soldados venidos de un solo brinco de las bases norteamericanas instaladas en la Zona del Canal. El nombre esta vez fue Operación Justa Causa. Veintitrés norteamericanos murieron (de ellos, tres civiles), y entre 500 y 3.000 panameños, de acuerdo con las distintas fuentes, civiles en su mayoría como consecuencia de los incendios provocados por los bombardeos en que 20.000 personas perdieron sus casas. Y hubo un preso: el dictador panameño Manuel Antonio Noriega, agente a sueldo de la CIA y colaborador pagado de la DEA, entregado al invasor por la Nunciatura del Vaticano, donde había buscado refugio, y llevado a los Estados Unidos para ser condenado por narcotráfico a 40 años de cárcel.

El entusiasmo popular en los Estados Unidos fue grande. El Senado aprobó y aplaudió, a posteriori, la declaración de guerra hecha, también a posteriori, por el presidente Bush. Pero como en el caso de Granada, la llamada comunidad internacional no estuvo de acuerdo: la Asamblea General de las Naciones Unidas condenó la invasión por 75 votos contra 20 (y 40 abstenciones), y otro tanto hizo la habitualmente sumisa OEA de los latinoamericanos en uno de los pocos casos de su historia en que no se ha inclinado ante la voluntad de los Estados Unidos.

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Lo que propone Trump ahora con respecto a Venezuela es lo habitual, lo normal, entre los presidentes de los Estados Unidos, desde George Washington hasta Barack Obama, con la única excepción de Jimmy Carter: la guerra es la solución, siempre. Y la excusa es siempre la defensa de la democracia. Lo que pasa esta vez es que Venezuela es un bocado más duro de tragar que el pequeño Panamá o que la insignificante islita de Granada. Más apetitoso también: tiene las reservas probadas de petróleo más grandes del mundo. Sí: pero más difícil: tiene un ejército de cerca de 300.000 hombres. ¿Leal a Nicolás Maduro? Imposible saberlo. El previsible caos subsiguiente a un ataque armado de los Estados Unidos –¿tal vez desde las siete bases militares colombianas cuyo acceso les cedió Santos cuando era dócil ministro de Defensa de Álvaro Uribe?– se le podría atorar a Donald Trump en el gaznate, como le sucedió con Irak a su predecesor George W. Bush (hijo). O a Barak Obama con Libia. O a todos con Siria.

Porque las ‘soluciones militares’, para retomar la expresión de Donald Trump, tienen de malo que no son soluciones, sino complicaciones. Como le advertía a Napoleón su sagaz ministro Talleyrand: “Con las bayonetas se puede hacer de todo. Salvo sentarse encima”.

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