OPINIÓN

El doctor Goyeneche

Petro lleva tres meses de alcalde y ya está como Uribe: autócrata y autista, ególatra y egocéntrico.

Antonio Caballero
31 de marzo de 2012

"Un volcán de ideas", llama Antonio Navarro, secretario de Gobierno de Bogotá, a su alcalde Gustavo Petro. Lo es. Pero por los resultados se ve que tenía razón otro alcalde bogotano, Antanas Mockus, cuando les prohibió a los niños jugar en Nochebuena con volcanes de pólvora. Porque hay que ver lo que son las erupciones de Petro: de esas que se quedan haciendo fffstssss... y el niño las cree apagadas, y se acerca y le estallan en la cara. La más reciente ha sido el motín de TransMilenio. Y Petro, como los niños malcriados, salió a echarles la culpa a los papás: al Polo Democrático, al Moir y al Partido Comunista. ¿Como los niños malcriados? No: como las autoridades tradicionales de la derecha colombiana. (Al propio Petro le pasó también, cuando era subversivo y no alcalde).

La derecha. Eso empezamos a olfatear algunos cuando Petro, por entonces senador, dio su voto para nombrar procurador a Alejandro Ordóñez. Eso confirmamos cuando apoyaron su candidatura a la Alcaldía los jefes del insepulto laureanismo local en medio de vivas al difunto Álvaro Gómez. Es cierto, sin embargo, que su programa presidencial -anterior al de la alcaldía, para la cual no tenía ninguno- era el más serio de todos, y el único con sesgo social. Y es cierto también que en sus años de parlamentario fue un valentísimo y elocuente denunciante de los abusos de la derecha uribista en el poder. Pero luego vino precisamente eso: la derechización provocada por la tentación irresistible del poder a cualquier costo. ¿La presidencia no se pudo? Pues entonces la alcaldía. Y después ya iremos viendo. Gustavo Petro lleva apenas tres meses de alcalde, y ya está igual al hoy expresidente Álvaro Uribe: autócrata y autista, ególatra y egocéntrico, egópata y autópata, si es que tales palabras existen. Y si no, hay que inventarlas para Petro, que se escucha a sí mismo tuitear en un paroxismo de autosatisfacción, como Uribe.

Con el agravante (o tal vez atenuante) de que a Uribe le creían los uribistas, y a Petro los petristas no le creen: se limitan a rogar, como en el cuento del paralítico que perdió los frenos de su silla de ruedas en la bajada al santuario milagroso de Lourdes, "¡Ay, Virgencita, que me quede como estoy!". Porque ya van viendo que Petro es capaz de llevarlos, de concesión ideológica en cesión clientelista, hasta las alianzas más políticamente repulsivas con tal de consolidar su poder.

Entre tanto, volvamos a las ideas volcánicas de las que habla admirativamente Navarro, quien solía ser sensato antes de ser petrista. Son muchas, en efecto, en un gran desorden de ceniza y lava y piedras y cortinas de humo. Desarmar a los ciudadanos. Prohibir los toros, y consagrar la Plaza a "tareas de amor" (¿un motel?). Educar a los niños en "el juego, el canto, la cadena de afecto, la calidez"... En la carrera Séptima, en el centro, peatonalizada por alcaldada o por decreto, reemplazar los bolardos de cemento por árboles: aunque lo que uno ve es que están talando los árboles que había. Hacer el metro. Pero no el que lleva años siendo estudiado y proyectado, sino otro metro, por una nueva ruta improvisada por el magín del alcalde. O tal vez metro no, sino cables aéreos, como en Medellín. O no: mejor un tranvía que comunique por la Séptima la Plaza de Bolívar desde donde Petro gobierna en su Palacio Liévano con el pueblo de Zipaquirá, en donde Petro hizo sus primeros estudios. Y además, buses eléctricos. Y además, "juntar a Bogotá por línea férrea con Puerto Salgar y a partir de allí hacer navegable el río Magdalena hasta el mar". Interrumpir la construcción de la gran avenida de Occidente (ALO) por los terrenos que le están reservados desde hace 60 años para edificar en ellos vivienda social y zonas verdes. Controlar el fenómeno del calentamiento global. Preparar la ciudad para "los retos" del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos.

No es que sean malos proyectos. A mí, personalmente, no me gusta el de prohibir los toros, pues me parece abusivo contra la minoría de ciudadanos que amamos esa fiesta. Otros me parecen buenos (desde ese mismo punto de vista de respetar las fiestas), como el de autorizar el uso del estadio de fútbol de El Campín para un concierto del Beatle Paul McCartney; y no creo cierta la insinuación malévola de que su fecha, el 19 de abril, fue escogida porque es la del cumpleaños del alcalde. Otros no los entiendo por falta de competencia técnica (la misma que le falta a Petro), como son los de las varias modalidades de metro. Me limito a reiterar mi extrañeza ante el hecho de que un metro de superficie que va por lo más plano de Bogotá cueste por kilómetro el triple de lo que costó un metro subterráneo y subacuático como el que pasa bajo el puerto y los canales de Ámsterdam. Y comparto por una vez la opinión del exalcalde Enrique Peñalosa: "Es tan desordenado y caótico todo lo que Petro dice que no entiendo lo que trata de hacer".

Petro me recuerda al doctor Manuel Antonio Goyeneche: un pintoresco personaje que hace 50 años visitaba las universidades y los colegios de bachillerato de Bogotá para lanzar una y otra vez, como Petro, su candidatura a la Presidencia de la República, y presentaba sus programas: la pavimentación del río Magdalena, la instalación de una marquesina sobre Bogotá para protegerla de la lluvia, el traslado de las ciudades al campo...

Goyeneche nunca llegó al poder. Petro sí. Y da cierto miedo.

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