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El ego de Gaviria

Un ministro sin estrella que desperdició años de trabajo en el Estado y un gran capital político que construyó a pulso. Triste, pero gran lección para aprender.

Francisco Santos
11 de febrero de 2023

No me refiero a César, que lo tiene como todos los políticos, sino a Alejandro, que dejó que su ego tomara decisiones equivocadas y perdió la mejor oportunidad política de su vida.

Conocí a Alejandro Gaviria como subdirector de Planeación Nacional en el primer gobierno de Uribe cuando visitamos regiones para consensuar con la comunidad la asignación de recursos de regalías. Un hombre técnico, que se conectaba muy bien con los ciudadanos, un bacán.

Su esposa, Carolina Soto, una tecnócrata de primera línea, que estaba en un cargo casi que hecho para ella, en la junta del Banco de la República. En fin, una pareja poderosa, decente, seria y con gran perspectiva nacional.

Gaviria luego entra al Ministerio de Salud, donde, la verdad, no hizo las reformas que uno esperaba de un técnico como él y cayó en esa repartición de mermelada, o por lo menos la aceptó, con la que gobernó el presidente Santos. Dejó morir el proyecto de punto final, que apoyaba y le gustaba, y no fue capaz de dar la cara en el Congreso para defenderlo. Tuvo su cáncer y, la verdad, el manejo que hizo de su enfermedad fue ejemplar, lo que le dio puntos en la opinión pública.

Ya en su paso por la Universidad de los Andes, comenzó a mostrar su cariz socialbacano, que lo acercó al voto joven, pero lo distanció de un centro y una centroderecha que podía conquistar con facilidad. Luego el ego se le dispara, lo que no está mal, y se lanza a la presidencia en una coalición ciudadana por firmas que termina en una consulta de centroizquierda que gana Sergio Fajardo. La verdad, en ese proceso patearon a Gaviria por neoliberal, por haber estado en el Gobierno de Uribe y de Santos y hasta por ser amigo de César Gaviria.

En fin, Ingrid Betancourt, Robledo y hasta Fajardo (en mucho menor grado) lo golpearon tanto que lo desinflaron. La campaña tampoco fue buena, y quedó de cuarto en la consulta de la Esperanza con 330.000 votos. La verdad es que Gaviria era una amenaza tan grande a ese grupo y lo que representaba que por eso le cascaron hasta con el bate, como dice el dicho. Y esos 330.000 votos valían oro hasta que llegó la campaña presidencial.

Alejandro Gaviria se alió con Petro en la segunda vuelta. Era inentendible, pues fue quien le dio más duro en campaña, eso sí, con argumentos técnicos. Ese ego que lo llevó a tomar esa decisión, y no se sabe si era buscando un ministerio, lo enterró. Más hoy, que el gobierno de Petro es un desastre y Gaviria es su ministro de Educación.

Y viene el debate sobre la salud en el que Gaviria da la pelea interna con argumentos serios y técnicos, lo que, la verdad, en este Gobierno no importan. Ese debate y ese documento muestran parte del carácter que tiene. Y su gran defecto. Fue una lástima que no haya dado la cara públicamente para mostrar si el disenso es posible en este Gobierno o no. Ya sabemos la respuesta, o está alineado ideológicamente con estas tesis, o es un cero a la izquierda. Con una actitud más pública hubiera rescatado algo de lo perdido al entregarse a Petro para la segunda vuelta. No siempre se puede quedar bien con todo el mundo, y por los principios siempre hay que arriesgar.

¿Y para dónde va toda esta perorata sobre un ministro casi invisible? A dar una lección a futuros políticos sobre cómo se desperdicia un capital político. Si Gaviria se queda quieto en la elección presidencial o dice ninguno de los candidatos es bueno y monta un voto en blanco para la segunda vuelta, sería sin duda el próximo alcalde de Bogotá. Recoge el voto joven, el voto independiente, el voto verde e incluso una parte importante de la centroderecha.

Pero Alejandro Gaviria prefirió lo fácil, lo cómodo y entregó su capacidad técnica, su recorrido, su imagen y su posibilidad política a cambio de un ministerio en un gobierno profundamente impopular. Quiso seguir el ejemplo de su anterior jefe en el Gobierno, Juan Manuel Santos, quien, a pesar de haberle hecho oposición fuerte en la primera elección, entró como ministro en el segundo gobierno de Uribe, se posicionó y con apoyo de Uribe fue presidente, cosa que de ninguna otra manera hubiera logrado. La diferencia: el gobierno de Uribe fue el más popular de los últimos 50 años. Tanto es así que hasta le alcanzó para elegir dos presidentes.

Hoy Bogotá enfrenta un gran dilema. O varios dilemas. Casi dos décadas de pésimos gobiernos. No hay una identidad de ciudad ni unos proyectos que la muevan. Una inseguridad rampante, una movilidad decreciente y un transporte masivo caótico. Y nadie recoge esa ansiedad que se siente en cada conversación que hay sobre la ciudad.

Los ciudadanos más calificados se están yendo, pues pueden trabajar desde otros lugares. La competitividad de la ciudad decae cada día, y los debates sobre el metro o esa locura que se inventó Claudia López en la Séptima muestran la deficiencia de la clase dirigente y, sobre todo, de la clase política de la ciudad.

Ahí era cuando podía haber llegado Alejandro Gaviria. Pero un ego sin control, y quizás unos malos consejeros también, lo llevaron a donde hoy está. Un ministro sin estrella que desperdició años de trabajo en el Estado y un gran capital político que construyó a pulso. Triste, pero gran lección para aprender.