OPINIÓN

El Estado de Opinión

La democracia no solo consiste, como parecen creer ellos, en el gobierno de las mayorías, sino también, y esencialmente, en el respeto por las minorías.

Revista Semana
30 de junio de 2018

Dentro de lo que José Obdulio Gaviria llamaba pomposamente el “cuerpo de doctrina” de Álvaro Uribe Vélez, es decir, dentro del muestrario de recursos de su oportunismo, se destaca el concepto de “Estado de Opinión”. Entendido como –y vuelvo al testimonio del apóstol José Obdulio– “fase superior del Estado de derecho”: la fase en que dicho Estado de derecho queda sustituido por la dictadura de las mayorías.

Ese concepto es, sin exageración, la base ideológica del fascismo y del nazismo. Allí el Estado no se rige por leyes, sino por los deseos de la opinión, expresados vagamente por ella misma (¿qué es la opinión? ¿La opinión pública? ¿La opinión publicada?), pero debidamente interpretados por un líder máximo, que en distintos países ha recibido distintos títulos: Duce en Italia, Führer en Alemania, Caudillo en España, Primer Trabajador en la Argentina, Presidente Eterno en Colombia. Los totalitarismos de izquierda –el estalinismo y sus copias asiáticas como el maoísmo chino o la dinastía Kim, o europeas como el de Ceaucescu o el de Hoxha, o las latinoamericanas de los Ortega o los Castro– son aberraciones, tergiversaciones de la doctrina de la dictadura del proletariado. Los totalitarismos de derecha no: son la doctrina misma: un pueblo, un jefe. En imponerla aquí consistió la tentativa de la segunda reelección de Uribe hace ocho años, frustrada entonces por la Corte Constitucional. Pero que hoy vemos realizada en el cuerpo vacante de Iván Duque, a quien la Secretaria Eterna del Presidente Eterno Alicia Arango le recuerda, con pertinencia, que tiene un jefe, y que ese jefe es Uribe.

El recurso al “Estado de Opinión” es el que ahora justifica que el Congreso elegido hace dos meses se incline ante el presidente elegido hace quince días para modificar en el sentido exigido por la bancada uribista los acuerdos firmados en La Habana con la guerrilla de las Farc, ya modificados a raíz de la derrota del sí en el plebiscito del año pasado y ahora completamente vaciados de sentido. De ahí viene la manipulación de la JEP (justicia especial para la paz) pactada en los acuerdos de La Habana con las Farc y su añadido de una sala especial para el juzgamiento de los militares, así como la exclusión del juzgamiento de los terceros participantes en el conflicto. Con lo cual lo que estaba diseñado para ser una justicia para todos queda tergiversado por completo.

¿Por qué? Lo explica con razón el excandidato y ahora senador Gustavo Petro: porque Uribe tiene miedo de que la JEP llegue a tocarlo a él a través de las confesiones de los militares implicados en el horror de los falsos positivos ordenados desde arriba. Por sus generales. Por sus ministros de Defensa. Por él, en su calidad de presidente.

"Colombia está partida por la mitad. Duque, que en su discurso de victoria anunció que gobernaría por la reconciliación de los colombianos, puede hacer al respecto una de dos cosas: o bien advertirle a Alicia Arango que el presidente en ejercicio es él; o bien nombrarla a ella Secretaria Eterna"

Pero cualquiera que sea el motivo –el alegado de proteger el honor de las Fuerzas Armadas o el secreto de salvar a Uribe de incómodos señalamientos–, lo cierto es que el presidente Iván Duque y su jefe y presidente eterno, aunque hayan sido victoriosos en las urnas, no son omnipotentes, por mucho que grite y se despeluque la aguerrida senadora Paloma Valencia. No pueden hacer todo lo que quieran. La democracia no consiste solamente, como parecen creer ellos, en el gobierno de las mayorías; sino también, y aún más esencialmente, en el respeto por las minorías. Y en Colombia unas y otras son numéricamente bastante parecidas. Es verdad que el plebiscito de hace nueve meses lo ganó el no, pero por el sí votaron casi la misma cantidad de personas, con unos pocos miles de diferencia. Y es verdad que las elecciones presidenciales de hace quince días las ganó Duque con diez millones y medio de votos, pero otros nueve millones fueron para Petro, o en blanco; y entre los de Duque hay sin duda que contar bastantes de ciudadanos ingenuos que le creyeron el cuento de que no iba a volver trizas los acuerdos de La Habana, como lo está haciendo entre risas. Pues la nuez de los acuerdos eran dos cosas: la JEP, llamada a juzgar por igual a todos los implicados “directa o indirectamente” en el conflicto armado, y el compromiso de que los jefes guerrilleros que los negociaron no irían presos por hacerlo. Y el uribismo parlamentario se dispone ahora a prohibir la participación en política de los excombatientes de la guerrilla mientras no vayan previamente a la cárcel, y a crear una “sala especial” de justicia para los militares. Quiere ganar en la política lo que no ganó en la guerra, dinamitando la paz.

Colombia está partida por la mitad. Duque, que en su discurso de victoria anunció que gobernaría por la reconciliación de los colombianos, puede hacer al respecto una de dos cosas: o bien advertirle a Alicia Arango que el presidente en ejercicio es él; o bien nombrarla a ella Secretaria Eterna.

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