OPINIÓN
El Estado en el siglo XXI
La pandemia ha reavivado el debate sobre el rol de los estados, no solo en ámbitos propios de la salud pública, como la prevención, contención y tratamiento de enfermedades—donde se cae de su propio peso—, sino en el proceso de innovación y producción de soluciones a este y otros grandes desafíos de la humanidad.
Un artículo al respecto del desarrollo de las vacunas para la covid-19 en la edición de Scientific American de noviembre pasado, señalaba cómo casi todas las que se estaban presentando para evaluación de la FDA (el Invima estadounidense) se basaban en el trabajo desarrollado por el Dr. Barney Graham y sus colegas en el Instituto Nacional de Salud (NIH por sus siglas en inglés), así como de los de otros académicos en laboratorios financiados con recursos públicos. Aparte de fondear buena parte de la investigación y desarrollo científico de las vacunas, a esa fecha el gobierno norteamericano ya había invertido US$10.500 millones en empresas farmacéuticas para acelerar su producción.
Si nos vamos a un reto muchísimo más grande y complejo que el de la pandemia, como es el del cambio climático, el rol del Estado, más allá del básico de regular y generar los incentivos adecuados, se antoja central. La historia del desarrollo de las tecnologías de generación solar y eólica en las últimas décadas demuestra cómo tecnologías de este tipo—muchos de cuyos principios básicos provienen también de laboratorios financiados por gobiernos—solo han logrado ser competitivas con las fuentes convencionales en la medida que su producción a escala ha sido fuertemente inducida por subsidios estatales. Los multimillonarios apoyos gubernamentales a su desarrollo en países como Alemania y Japón, tan criticados en su momento, hoy lucen visionarios.
En su libro El Estado Emprendedor, la economista italo-norteamericana Mariana Mazzucato sostiene que es un error concebir este como una organización burocrática que solo se requiere para corregir las fallas del mercado y que debe dejar el emprendimiento y la innovación a las empresas privadas. Mazzucato presenta estudios de caso de sectores como el farmacéutico, el de las tecnologías de la información y el de las energías no convencionales, para ilustrar la centralidad de las inversiones de alto riesgo que efectuaron los gobiernos en los mismos antes de que el sector privado se vinculara. Cita también el caso del iPhone y cómo muchos de sus componentes y capacidades fundamentales—internet, GPS, pantalla táctil, reconocimiento de voz—son tecnologías cuyo desarrollo fue financiado por el gobierno.
En opinión de Mazzucato, un rol central del estado en la economía es el de “crear y moldear nuevos mercados”, más allá de simplemente resolver sus fallas. Un problema que encuentra, sin embargo, es que estas inversiones con recursos públicos no están siendo debidamente retribuidas a los gobiernos. Las ganancias que generan las mismas son desproporcionadamente capturadas por unas pocas empresas e individuos. De hecho, a raíz de una ley aprobada por el Congreso Norteamericano en 1980, instituciones como el NIH no pueden percibir ningún beneficio económico por patentes y desarrollos efectuados con base en el conocimiento que ellas generan.
La teoría de Mazzucato está lejos de ser una patente de corzo para que el Estado se meta de empresario en múltiples sectores. La evidencia de que esto no funciona es abrumadora. Más bien es un llamado a reconocer que su rol, bien entendido, propiciar la investigación básica y la innovación, y para “moldear” mercados para hacer frente a desafíos tan grandes, de tan largo plazo y con tantas dimensiones y variables, como el del cambio climático es indispensable. Como señala Bill Gates en su nuevo libro ¿Cómo evitar una catástrofe climática?: “Tenemos que revolucionar la economía física del planeta—y eso requerirá, entre otras cosas, una enorme infusión de ingenio, financiamiento y foco por parte del gobierno. Nadie más tiene los recursos para impulsar la investigación que necesitamos”.