OPINIÓN
El frío de la muerte y de las cifras
¿Cuántas vidas de niños indefensos debe perder el país para que entendamos que combatir la desnutrición infantil es una prioridad?
Nos falta rigor como ciudadanos, como padres de familia, como nación, ante todo lo que le sucede ―y no le sucede― a la niñez colombiana más vulnerable. No solo en cuestión de probabilidades, tasas, promedios, medias y tendencias. Sobre todo es la relación entre números y vidas. Hablo de los niños y niñas menores de dos años que se siguen muriendo por razones que se pueden evitar.
Mientras las grandes discusiones y los necesarios acuerdos llegan a algún término en todos los temas que se consideran prioritarios, los planes de choque ante la emergencia más triste y vergonzosa de un país siguen quedando en el papel. No existe una palabra con más calibre que ‘impotencia’ para describir lo que se siente al leer de nuevo lo que la Corte Constitucional le ordenó al Estado colombiano para que la mortalidad infantil en La Guajira se detuviera. No solo ha empeorado: otras regiones de Colombia como Vichada, Vaupés, Chocó, entre otras, van por ese maltrecho camino.
El Instituto Nacional de Salud (INS) reportó un aumento del 55,1 % en el periodo XI de 2022 comparado con el mismo de 2021, en las tasas de mortalidad en menores de cinco años por IRA (Infección Respiratoria Aguda), EDA (Enfermedad Diarreica Aguda) o DNT (Desnutrición aguda). El (INS) informó que en enero de este año ya van 13 casos de muertes probables asociadas a desnutrición en niños menores de cinco años.
De nuevo me refiero a la sentencia proferida en el año 2016: “La Sala considera necesario que las autoridades encargadas de la gestión concreta de soluciones para la atención de las necesidades en materia de salud y alimentación tomen medidas de carácter inmediato, con el fin de ofrecer paliativos fundamentales que permitan evitar la muerte de los niños por las deficiencias en la prestación de estos servicios”.
Lejos de asumir posturas fatalistas, el llamado que desde la sociedad civil podemos hacer es el de superar limitaciones tan primarias y absurdas como la indiferencia y la falta de compasión. Aquí en masa se escuchan rechazos tajantes ante la muerte, la pobreza, el hambre, pero la imposibilidad de llorar y sentir la muerte de cada niño o niña, de cada mamá, es monumental.
No se debería olvidar que cada muerte es una tragedia y que la tenebrosa suma que da paso a la estadística se necesita como referencia para la gestión. Sabemos que los datos que dan cuenta de asuntos tan graves como la mortalidad infantil o la mortalidad materna se vuelven abstracciones y que la gente se mueve —nos movemos— por lo concreto, por las historias… Pero, ¿cuáles historias?
Ocasionales registros de prensa se esfuerzan por llevar su tristeza a lo más hondo del corazón de las ocupadas audiencias. Entonces, escuchamos la voz de alguien que ni palabras tiene para explicar que sí, que su pequeño murió por una infección intestinal, por una infección respiratoria o por tener en su estómago después de varios días solo un masato de arroz si acaso. ¿Conocer esta realidad permite que algo cambie?
Tal vez. Creo que es elemental tener presente que son niños y niñas indefensos y vulnerables, pero no de forma lastimera ni mecánica. Y creo que es también importante conocer las cifras. Y divulgarlas de forma clara y correcta, por supuesto. Pero lo que haría que este lapidario estado de cosas cambie en favor de la niñez en el país es que se ejecuten las ansiadas medidas urgentes y de choque que le den sentido inequívoco a la variación misma de las cifras. Los pronunciamientos no salvan la vida de ningún niño o niña. Y las buenas intenciones tampoco. La mencionada sentencia de la Corte indica que la CIDH (Corte Interamericana de Derechos Humanos), mediante la Resolución 60 del 11 de diciembre de 2015, conminó al Estado colombiano a adoptar “las medidas necesarias para preservar la vida y la integridad personal de los (sic) niñas, niños y adolescentes de las comunidades de Uribia, Manaure, Riohacha y Maicao”.
En el texto de la sentencia se indica que para 2016 la desnutrición aguda estaba en 63 % en Uribia, 24 % en Manaure y 13 % en Maicao.
Y qué decir de los niños y niñas que sobreviven de la desnutrición aguda. Por lo general, sufren desnutrición crónica. Se estima que son cerca de medio millón de niños y niñas (ENSIN 2015). Y esta es otra historia cruel y absurda, porque es un mal silencioso igualmente evitable y con efectos nefastos en el desarrollo individual y económico de la nación.
¿Cuántas vidas de niños indefensos debe perder el país para que entendamos que combatir la desnutrición infantil es una prioridad?