EL PERRO DE LAMPARITA

Semana
14 de octubre de 1985

Lo que realmente distingue al hombre de los animales no es el raciocinio sino la palabra. Entre otras cosas porque yo conozco --y de pronto ustedes también-- algunos animales que piensan mejor que ciertas personas. El perro que salva a un extraviado en la nieve es más racional que los tipos que pusieron una bomba en la choza de Marco Fidel Suárez en Antioquia. El delfín que guía al náufrago, saltando y jugando entre las olas, tiene mejor cerebro que el mago de la ingeniería que construyó, entre San Bernardo del Viento y Lorica, a orillas del río Sinú, un bellisimo puente de acero que no tiene cabeceras y al cual, en consecuencia, no se puede ni subir ni bajar.
En cambio, cada vez que alguien habla de estos temas, me acuerdo de un perro casi salvaje y majestuoso que tenia en mi pueblo el señor Lamparita, y que era un animal huraño, de color pardo y grandes orejas.
Lamparita era un hombre solitario que vivía en una chocita al lado de la carpinteria de Andrés Murillo. Lamparita vivía de pequeños trabajos, cositas de ocasión que le iban saliendo: botaba la basura de una casa, después pintaba una pared con cal, asoleaba arroz en los patios, cargaba bultos en las lanchas que llegaban de Cartagena.
Me parece que lo estuviera viendo: siempre con la misma camisa lustrosa de color kaki, el pantalón regazado hasta las rodillas, un sombrero de concha y una dulce cara de tristeza que parecía esconder los más grandes dolores de este mundo. Jamás se le conoció familia. Ni mujer, hijos o parientes. Solos, él y su perro, trotando por el pueblo.
Cuando uno lo contrataba para cualquier oficio pasajero, el convenio establecía, tácitamente, un poco de almuerzo para el señor Lamparita. El y su perro comían en el mismo plato. No le daba al animal las sobras, sino que compartía con él lo mejor de las vituallas.
Hasta que un día, en medio de la sorpresa de todos los vecinos, el señor Lamparita desapareció como por ensalmo. Parecía que se lo hubiera tragado la tierra. Nadie volvió a saber de él a pesar de las averiguaciones. Y entonces, simultáneamente con la forma enigmática como se había esfumado, empezaron a ocurrir sucesos extraños en las tiendas y ventorrillos de San Bernardo del Viento. Del negocio de Luis Ramón Lugo se perdió cierta mañana un queso entero. Del mostrador de mi padre --un mesón de tablas enrejadas-- se escapaban bolsas de sal, talegas de arroz, costalitos de azúcar. De donde el Niño González se llevaron varios frascos de aceite, una mano de cebolla y media docena de plátanos. El misterio del ladrón anónimo estaba a punto de enloquecer a la gente.
El tocayo Ortega, un policía silencioso y respetado, tan pobre que tenía el revólver pintado con tiza en la muslera del pantalón, descubrió por fin aquel episodio digno de Simenón: vio al perro de Lamparita hociqueando por debajo de un mostrador, lo vio sacar una bolsa de papas, lo vio salir corriendo y lo siguió discretamente. El perro entró al rancho de su amo. El policía también. Allí, tirado en un catre harapiento, estaba el señor Lamparita muriéndose de tuberculosis en medio de su soledad. Y alrededor suyo todo lo que se había perdido en los últimos días: carne, huevos, arroz. El perro robaba para su amo agonizante.
El señor Lamparita se murió finalmente, no tanto por la enfermedad como por la verguenza, y en sus estertores juraba por lo más santísimo que él jamás le había enseñado al perro que hiciera semejante cosa. Desde entonces, cuando se quiere elogiar a alguien por sus virtudes, en mi pueblo dicen que es "leal y bueno como el perro de Lamparita".
En fin... lo que quiero decir es que no debemos hacernos demasiadas ilusiones porque no son muchos los seres humanos más inteligentes que el perro de Lamparita. Pero hablamos mejor y esa es la única diferencia. Vuelvo y digo que la palabra es nuestra ventaja.
Por eso me preocupa que la palabra sea tan maravillosa que sirve, íncluso, para destruirse a sí misma. Como el escorpión furioso, el habla se tuerce sobre su cuerpo y termina mordiéndose su propia cola. Me hago estas reflexiones porque hace diez minutos, dándole rienda suelta a ese amor por los rumores que anida en todo corazón humano, le pedí a un compañero que me contara completo el chisme sobre una amiga común. "Ni una palabra --me respondió él--. En boca cerrada no entran moscas".
Esa es la negación de la palabra. Su muerte. No sé quién sería el genio que tuvo la ocurrencia de inventar majaderías como esas que dicen que el silencio es oro y que el silencio es más elocuente que la palabra. De ninguna manera. El maestro Zalamea escribió alguna vez un ensayo estupendo y muy breve en defensa de la palabra y en contra de los supuestos valores del silencio.
Los proverbios sobre este asunto suelen ser dogmáticos y torpes, como casi todos los proverbios que pretenden encerrar en dos frases toda la filosofía de la vida.
Martí decía que la palabra no se hizo para ocultar la verdad sino para decirla. Y yo creo, acá en mi humilde rincón, que hay que defender la palabra contra sus enemigos. Guerra a muerte al silencio. Los pobres de espíritu que cierren la boca. Pero los que tienen el pico de oro que hablen, que hablen, que sigan hablando hasta el agotamiento, hasta la afonía, hasta la consumación de los siglos.
Al fin y al cabo, el perro de Lamparita no hablaba pero era inteligente. A nosotros, en cambio, nos toca hablar...--

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