Opinión
El Putumayo de María Cecilia Silva
No tendríamos que exportar billones de aguacates para reemplazar las divisas del petróleo si cuidáramos y acercáramos al mundo el Putumayo y otros tesoros de la Amazonia.
Todos los elogios se merece María Cecilia Silva por el libro de gran formato que publicó como testimonio de los muchos años en que estuvo recorriendo Putumayo y Caquetá. Su trabajo como periodista combina un SOS por la Amazonia con una colección de historias de vida. Las fotografías de ríos y selvas muestran un tesoro natural que, según dicen, forma parte de Colombia, pero que en realidad no nos pertenece porque el territorio colombiano no está integrado. Más de 200 años de vida independiente y el país sigue incomunicado.
Millones de colombianos visitan los centros comerciales de las ciudades –creaciones artificiales–, pero poquísimos conocen la selva y otras regiones naturales. Sin vías de comunicación, somos un país que solo existe en los mapas. Costa Rica, con 50.000 kilómetros cuadrados de territorio, el doble del departamento del Putumayo, vive de la biodiversidad, los parques nacionales y la conservación de la naturaleza. En cambio, el Putumayo y otros santuarios naturales llevan siglos sometidos al saqueo, a la explotación de la quina, del oro, del cacao, del caucho, del petróleo, del cedro y de la coca. Esa depredación del territorio se extiende a los habitantes. Mucha sangre se ha derramado en el Putumayo desde las atrocidades de la Casa Arana hace un siglo hasta hoy. No tendríamos que exportar billones de aguacates para reemplazar las divisas del petróleo si cuidáramos y acercáramos al mundo el Putumayo y otros tesoros de la Amazonia. Podríamos vivir de la renta como guardianes de tantos templos de la naturaleza que heredamos.
María Cecilia Silva entrevistó al indígena Ignacio Caimito: “Vino el caucho y los indios era trabaje y trabaje para el blanco. Cuando llegó Casa Arana, yo vivía en Yuvineto, por el río Putumayo. Después ellos matar a nosotros y decían: ‘Pa qué es Colombia, pa matar indios’. Esos peruanos no respetan”.
María Cecilia Silva entrevistó a Bernardino Arévalo, un militar de Barranquilla que vivió en 1934 en el Putumayo: “Los de la Casa Arana hacían fiestas a costillas de los indígenas. Ya borrachos mandaban a las ancianas, que ya no les servían para el trabajo, a traer agua a un chorro en el río Igaraparaná en las tinajas que hacían los mismos indios, era una recta no muy grande y cuando ya se devolvían tomaban puntería con las carabinas Winchester y les pegaban en la cabeza”.
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María Cecilia Silva entrevistó a Jorge Martínez, que nació en 1912: “La Chorrera era un punto muy bonito, con un chorro que era una cascada limpia y muy blanca. Ese lago se ponía lleno de sangre porque ahí echaban los indios que mataba Arana. A la Casa Arana todo el mundo le tenía miedo. Tan corrompidos eran que cualquier arbolito de balata o de caucho de raíz lo arrancaban para no dejarles a los colombianos. Y si un jefe de sección amanecía bravucón ordenaba: ‘Amárreme ese cholo al palo’. Era gente sumamente mala”.
María Cecilia Silva entrevistó a Martiniano González, agente de Avianca en Puerto Leguízamo desde 1945: “Pedro Silva vino de Bogotá a comprar pieles. Había cazadores dedicados a sacar pieles de cerrillo, de tigre, de nutria, entonces les compraba y todo me traía para enviarle a la señora de él que vivía en Bogotá y se encargaba de mandar a Barranquilla porque de ahí salían para Estados Unidos. Yo era muy feliz en mi trabajo y resulta que para darle más realce al municipio se me ocurrió inventarme un sello ‘Puerto Leguízamo Jardín Exótico del Universo’. Eso motivó a una pareja de gringos jóvenes que lo leyeron en su país y vinieron a comprar animales vivos. Micos, loros, canarios, güios, tortugas. Lo que hubiera. Un día me buscaron: que vamos a mandar un güio. Un animal grandísimo de seis metros. Yo se los recibo, pero en un guacal no clavado con puntillas, sino con tornillos porque de pronto al sacudirse levanta las puntillas y se sale. Mandaron cantidades de güios. Durante dos años sacando todos los días”.
María Cecilia Silva escribe: “En 1934 navegantes brasileños subieron por el río Putumayo anunciando la nueva oportunidad de mercado que se abría a los hombres amazónicos. Pregonaron la pesca del pirarucú, soberbio pez de gran tamaño. Pregonaron la cacería de la vaca marina (manatí), lindísimo animal cuya especie sufrió con gran impacto. Cayó también en la mirada y la codicia la maravillosa charapa, milenaria bella tortuga y exquisita presa que anidaba en abundancia bajo el brillante nácar de los arenales. Colombia fue escenario de la más sangrienta masacre de animales, sus bosques fueron recorridos en busca de las pieles”.
Selva piel, Ediciones Raigambre, 2022, 517 páginas.