OPINIÓN
Socialismo norteamericano
El socialismo de Sanders y Warren tiene más que ver con el de los creadores del estado de bienestar, que trajeron los 30 años más felices de la historia de Occidente.
Dijo Donald Trump en su discurso sobre el Estado de la Unión que nunca permitirá que el socialismo destruya el sistema de salud de los Estados Unidos. Que son, dicho sea de paso, el único país desarrollado del planeta que no tiene sistema público de salud. Pero es que ya la palabra “socialismo” ha dejado de ser allá tabú, hasta el punto de que la derecha empieza a considerarla una amenaza verosímil: hoy nada menos que dos de los precandidatos demócratas a la presidencia. Bernie Sanders y Elizabeth Warren, se proclaman “socialistas” sin que nadie –salvo Trump– pida que los metan presos o los ejecuten en la silla eléctrica. Trump redondeó su frase con una pretenciosa aunque incomprensible reflexión político-poética: “El socialismo destruye naciones. Pero recordemos siempre: la libertad unifica el alma”.
Frenéticos aplausos de los senadores republicanos presentes.
En un crescendo de su retórica hiperbólica, el presidente culminó su discurso anunciando el advenimiento de una “Edad Americana” –semejante en categoría a la Edad de Bronce o a la Edad Moderna–, y lo cerró con una promesa: “Lo mejor está todavía por venir”. A lo cual los republicanos respondieron desgañitándose: “¡Cuatro años más! ¡Cuatro años más!”
Todo indica que así será: van a reelegir a Trump el próximo noviembre, y la denuncia del “socialismo” de sus adversarios será uno de los argumentos de la campaña.
Porque si bien no es ya un tabú, inimaginable en los Estados Unidos, el “país de Dios”, y por consiguiente política y electoralmente desdeñable, el socialismo se ha convertido en cambio en algo posible, y en consecuencia temible para el Establecimiento norteamericano. Hace cuatro años el autoproclamado socialista Sanders estuvo a un pelo de ganarle la nominación presidencial de los demócratas a Hillary Clinton. Y esta vez, aunque viejo y cascado por un reciente infarto cardíaco, encabeza las apuestas, seguido por la también socialista Warren. Y es porque su socialismo no tiene mucho que ver con la dictadura de partido único del marxismo leninismo que desembocó en el totalitario comunismo soviético, en los stalinismos y maoísmos de la URSS, de China o de Camboya, que, efectivamente, destruyeron naciones, a la vez que las independizaron y las fortalecieron al costo de indecibles sufrimientos y decenas de millones de muertos. Tiene más que ver con el socialismo con rostro humano de los países nórdicos de Europa, de Suecia, de Dinamarca y de Noruega, y con la socialdemocracia de los partidos socialistas de Alemania, de Francia, de Austria, de Italia y de la España posfranquista, o con el laborismo británico de la posguerra mundial. Es decir, con los creadores del llamado estado de bienestar, o welfare state: mientras este duró, antes de la imposición del neoliberalismo thatcheriano y reaganiano, fueron los treinta años más felices y de más creciente prosperidad y paz de la historia de Occidente, los del capitalismo de mercado controlado y moderado por el Estado- providencia. Años de más impuestos para los muy ricos, de más largas vacaciones para los trabajadores, de educación gratuita y de acceso a la salud garantizado para todos. Un Estado al servicio de la sociedad en su conjunto y no solo de una clase, de un sector, de un estrato: de ese uno por ciento (o apenas del 0,01 por ciento) que señalan los economistas como Krugman o Stiglitz o Piketty, denunciantes de los males, no solo morales sino ante todo económicos, de la desigualdad entre ricos y pobres.
Esa desigualdad creciente que Trump llama lo mejor por venir. Y que los senadores de su partido (casi todos ellos millonarios, si no de verdad multimillonarios como el propio Trump) aplauden exultantes.
Y es justamente por esa desigualdad, y no a pesar de ella, que los votantes de los Estados Unidos van a reelegir a Trump a la presidencia. A fuerza de publicidad los han convencido de que es buena.