OPINIÓN
Los estándares éticos para elegir jueces
Si el gobierno hubiera procedido dentro de los terrenos permitidos por la Constitución y la Ley, Santos no estaría metido en los apuros de buscar candidatos a la Corte que le garanticen la aprobación a ultranza de sus reformas.
Esta semana, un grupo de juristas y académicos preocupados por la vigencia del Estado de Derecho y sus instituciones, envió una carta al Presidente de la República con una solicitud inusual. Que de las ternas que debe enviar al Senado para la designación de los nuevos magistrados de la Corte Constitucional, “no hagan parte quienes sean o hayan sido funcionarios, asesores o contratistas de su gobierno dado que, si son elegidos, tendrán que decidir la validez jurídica de actos que expidió o promovió, como colegislador, gobierno del que Ud. es suprema autoridad”.
Es una solicitud inusual, porque en un Estado de Derecho el imperativo de respetar el equilibrio de poderes, exige que los candidatos que el poder ejecutivo presenta para que el legislativo designe como jueces, esté sometido al más estricto criterio de formación, independencia, imparcialidad e integridad de quien aspira a ser electo, y transparencia en la decisión de quien elige. Y eso no se discute. Ni siquiera se plantea.
Sin embargo, en Colombia esa inusualidad no es tanta. Las decisiones de las Altas Cortes se han ido politizando tan aceleradamente como la composición de sus miembros. Y los gobiernos han sido los principales responsables. En la medida en que han visto que sus actuaciones transgreden los límites de la Constitución y las leyes, han entendido que los jueces independientes e imparciales resultan incomodos. Y es mejor tener ahí a los amigos. No hay que olvidar que si no es por la acción de la Corte Constitucional y la Corte Suprema, hoy estaríamos en el cuarto periodo presidencial de Álvaro Uribe Vélez y teniendo a los parapolíticos dictando las leyes en el Congreso.
En el caso del Presidente Santos la urgencia es mayor. En su gobierno se han quebrado de tal manera las reglas del juego legal y constitucional, que sus principales realizaciones están dependiendo de las decisiones de los jueces. Ya en 2012 le lanzaron una tabla de salvación, cuando ante el escándalo desatado por la reforma a la justicia, la Corte permitió no sólo que Santos objetara ese acto legislativo (la Constitución prohíbe expresamente esas objeciones), sino que también convocara a sesiones extraordinarias para hundir la reforma (lo que también estaba prohibido).
Ahora, en su segundo gobierno, ha sido claro que la Corte Constitucional es la que está manteniendo con vida los Acuerdos que firmó con las FARC. Primero cuando tuvo que dar mil vueltas para validar la decisión del Congreso de ordenar que esos Acuerdos fueran sometidos a refrendación por el pueblo, estableciendo que si ganaba el NO, no se podían aplicar. Y luego, cuando gana el NO, otra vez tiene que hacer una voltereta incluso frente a sus propios fallos para permitir que la refrendación la hiciera el Congreso (sin tener facultades para hacerlo y sustituyendo al Pueblo), mediante una proposición!!!
De ahí en adelante, la Corte ha tenido que tapar un hueco abriendo otro más grande. Como el que ha tenido que abrir para sostener y legitimar implícitamente el artículo 5o del Acto Legislativo No. 1 de 2016 (que establece la vigencia de los Acuerdos a partir de la refrendación popular a través del plebiscito). Sin abordar su estudio, lo interpreta en la Sentencia C-699 de 2016, para permitir que el gobierno pueda usar el mecanismo del fast track, para el desarrollo normativo de los acuerdos.
Todo, sin haber decidido las demandas de inconstitucionalidad que se han planteado a ese mismo acto legislativo. Y sin considerar la “ferrocarrileada” a la que la está sometiendo desde esta semana el gobierno, cuando expide un decreto con fuerza de ley que recorta los tiempos que tienen los magistrados para aprobar o no las normas que desarrollan los Acuerdos con las FARC.
Si Santos quiere pasar a la historia, necesita que los nuevos magistrados le apoyen “sin restricción alguna” las normas que desarrollan los acuerdos con las FARC. Y ese es el problema. O mejor, el gran drama del Presidente. Para sostener su obra de gobierno, y en particular las decenas de normas que necesitan los acuerdos, debe sacrificar pilares tan básicos de la democracia como el equilibrio de poderes. Y dejar de lado los criterios de independencia, imparcialidad e integridad en la selección de los jueces que van a decidir sobre la constitucionalidad o no de las normas.
Si el gobierno hubiera procedido dentro de los terrenos permitidos por la Constitución y la Ley, Santos no estaría metido en estos apuros. Y los ciudadanos, tampoco estarían haciendo solicitudes (inusual en cualquier democracia) de hacer valer los estándares éticos de independencia, imparcialidad e integridad para la elección de los jueces.
Todo porque se sabe (y se tiene la esperanza) de que la Corte Constitucional es la única instancia que, más allá de los vicios de forma o de fondo de las reformas que declare inconstitucionales, podría corregir el rumbo de los acuerdos con las FARC sin que se corra el riesgo de que se caigan y todo vuelva a cero otra vez.