OPINIÓN
¿Eliminar el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas? ¿Y luego qué?
La institución se ha convertido por mucho en la última esperanza de las víctimas de los crímenes más graves contra los derechos humanos. De hecho, actualmente llena el vacío generado, sobre todo, por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Katja Leikert, parlamentaria alemana perteneciente a las filas del partido CDU (Christlich Demokratische Union Deutschlands), ha empleado palabras bastante drásticas (“¡sinvergüenzas!”, “emisarios corruptos de tiranos”, “teatro de marionetas”, etc.) para criticar al Consejo de Derechos Humanos (CDH) de las Naciones Unidas. Leikert desea “destruir” el CDH y construir “algo nuevo desde sus escombros”. Quien polemiza de esa forma y concluye tan radicalmente, tiene que encargarse de probar que su premisa es correcta, esto es, que la situación de la que se queja realmente existe y que solo su destrucción puede ayudar a superarla. Lamentablemente, Leikert no realiza esa tarea. Por el contrario, ella sólo se ocupa someramente de la escena política del CDH y, por eso, su opinión resulta superficial. Es decir, ella no se esfuerza en analizar de manera más precisa el trabajo concreto de este organismo. Por cierto, tampoco ofrece ninguna alternativa: según Leikert, en realidad habría muchas propuestas, que, sin embargo, no podrían ser implementadas políticamente. Pero entonces, ¿por qué no presenta ni siquiera al menos el esbozo de una de estas propuestas? Tal vez porque ni ella misma sabe exactamente lo que –en realidad– desea, ya que, por un lado, describe –de manera absolutamente contradictoria– al CDH como algo que “carece de alternativa”, pero, por otro lado, lo desea “destruir” (¿?).
Que en el CDH también haya delegados de regímenes que violan derechos humanos no es algo tan sorprendente. La comunidad internacional de Estados (siempre que no se comprenda por ella sólo, como muchas veces ocurre en el discurso alemán, a los Estados occidentales y, esencialmente, a los Estados aliados en torno a la OTAN), está constituida sólo minoritariamente por Estados democráticos de Derecho. La exigencia de elegir para el CDH únicamente a representantes de democracias que ofrecen una protección robusta a los derechos humanos es ampliamente conocida y proviene del baúl de “la arrogancia postcolonial” (Kau, p. 271). Ella desemboca en la marginación persistente del sur global. Hasta el 1° de enero de 2020, 117 del total de los 193 Estados miembros de las Naciones Unidas habían logrado ser representados en el CDH (compuesto por 47 miembros). El CDH constituye pues una versión reducida de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Por lo tanto, si se quisiera instituir la existencia de un Estado de Derecho como criterio del multilateralismo, entonces, también podría disolverse ahora mismo la totalidad de las Naciones Unidas, y, especialmente, su Asamblea General. Pero no se puede hacer una política internacional de derechos humanos únicamente con Alemania o con Estados con planteamientos y estructuras afines. Por el contrario, para dicha política se necesita de organismos como el CDH. Consecuentemente, la política exterior alemana debería estar orientada a reformarlo, en lugar de condenarlo con rotundidad.
El trabajo del Consejo de Derechos Humanos
En realidad, Leikert ignora el trabajo concreto del CDH. Si se ocupase de ello, tendría que conceder que el CDH –a pesar de sus deficiencias sistémicas– ha puesto en marcha importantes investigaciones dirigidas al esclarecimiento de violaciones a los derechos humanos y crímenes internacionales. Piénsese, por ejemplo, en el reciente informe sobre la situación en Myanmar, mediante el cual el Consejo denunció las violaciones a los derechos humanos cometidas por las fuerzas armadas birmanas (Tatmadaw); el explícito reconocimiento, a través de la Comisión de Yemen, de que causar hambruna a la población civil constituye un crimen de guerra; o la investigación actualmente en curso sobre la situación de los derechos humanos en Venezuela (la resolución original se lee como una acusación contra el régimen venezolano, cuya oposición a la renovación del mandato no prosperó). Además, el CDH ha instalado numerosas comisiones investigadoras independientes para investigar crímenes internacionales (por ejemplo, en relación con Siria; para un panorama general, ver aquí). Tales investigaciones pueden representar una importante contribución a persecuciones penales nacionales y pueden incluso desencadenarlas (ver, por ejemplo, el proceso penal ante el Tribunal Superior Estadual de Koblenz, Alemania, por hechos perpetrados en Siria, seguido con atención en el mundo). También es digno de mencionar el trabajo codificatorio del CDH en el marco de determinados grupos de trabajo como, entre otros, los que se ocupan de la regulación del empleo de empresas militares y de seguridad privadas o la responsabilidad de las empresas por violaciones de los derechos humanos. Con ello, la institución se ha convertido por mucho en la última esperanza de las víctimas de los crímenes más graves contra los derechos humanos. De hecho, actualmente llena –como parte de una red internacional de responsabilidad, a la cual pertenece especialmente la Corte Penal Internacional (CPI)– el vacío generado, sobre todo, por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Pues este es bloqueado a través de los (amenazantes) vetos de sus miembros permanentes (especialmente China, Rusia o Estados Unidos), por lo cual, situaciones particularmente graves relacionadas con crímenes internacionales (por ejemplo, en Siria o Myanmar, entre otros) no llegan a la CPI.
Tendencias
La política exterior occidental
Sin embargo, más allá de una evaluación de la labor del CDH fundada de modo suficiente en hechos concretos, aquí se trata también de una cuestión del estilo apropiado. Leikert no habla como una persona privada, sino más bien –como señala el pie de página que acompaña su contribución– en calidad de vicepresidenta de la facción CDU/CSU (Christlich-Soziale Union in Bayern) en el Parlamento alemán. Por ello, su voz tiene peso en el escenario político de Berlín e, incluso, resuena mucho más allá. Precisamente, serán las embajadas de países extranjeros las que tomen conocimiento de su opinión. Considerando el tono de sus declaraciones, hay que dudar de que Leikert sea consciente de su impacto. En cualquier caso, ella está haciéndole un flaco favor a la política exterior alemana.
No debemos olvidar que Estados occidentales también están implicados en violaciones a los derechos humanos, las cuales, por supuesto, también deben ser investigadas. Las investigaciones de la Fiscalía de la CPI sobre la misión de la OTAN en Afganistán y los posibles crímenes de guerra cometidos por británicos en Irak, entre tanto (fácticamente) cerradas, constituyen un testimonio elocuente de lo difícil que pueden ser estas investigaciones, entre otras cosas, por la resistencia de los Estados afectados. Tampoco hay que olvidar la implicación de las empresas multinacionales (sobre todo, occidentales) en violaciones de derechos humanos, ya sea de forma directa, como sucede a través del tráfico de armas (véanse, por ejemplo, las denuncias presentadas ante la CPI contra empresas armamentísticas que suministraron armas hacia Yemen), o de forma indirecta, a través del incumplimiento de estándares mínimos de derechos humanos. Este es justamente el objeto de la Ley de diligencia debida en las cadenas de suministro, aprobada todavía en la última sesión parlamentaria (una revisión crítica aquí).
Finalmente: ¿no necesitamos los alemanes ser más humildes antes que pretender dar lecciones? Alemania es responsable del que probablemente sea el genocidio más espantoso de la historia de la humanidad y –a pesar de ser una democracia con un Estado de Derecho admirada por muchos– no logra hasta ahora proteger adecuadamente a sus ciudadanos judíos. Las investigaciones sobre agresiones racistas, antisemitas e islamófobas son muchas veces dirigidas inicialmente contra los familiares de las víctimas, y las estructuras de la violencia de extrema derecha y neonazi permanecen (durante demasiado tiempo) sin resolver. Así mismo, empresas alemanas han intervenido (IG-Farben, Krupp) e intervienen en crímenes internacionales y violaciones a los Derechos Humanos. Por supuesto, Alemania es un Estado de Derecho que se confronta con su pasado y sus errores actuales mejor que muchos otros Estados, pero se roza la hipocresía farisea cuando sólo se dirige un reproche moral contra los Estados no occidentales. ¿No deberíamos los alemanes cumplir primero con nuestros propios deberes? Una cosa resulta cierta en cualquier caso: ofender de modo populista a ciertos Estados e instituciones multilaterales que sirven a la protección de los derechos humanos –aunque pueda ser comprensible cierta indignación moral frente a ellos– es tan poco útil a la causa de la protección de los derechos humanos como el silencio frente a su violación.
Kai Ambos es catedrático de Derecho Penal, Procesal Penal, Comparado y Derecho (Penal) Internacional en la Universidad de Göttingen, Alemania y es juez del Tribunal Especial para Kosovo en La Haya. Aquí solamente expresa su opinión personal. El autor agradece a Alexander Heinze, Göttingen, y a Alejandro Kiss por sus importantes observaciones. Traducción al español del alemán (publicado en Frankfurter Allgemeine Zeitung, 25.10.2021), realizada por Sem Sandoval Reyes (LL.M) y Rodolfo González Espinosa (LL.M), doctorandos de la Universidad de Göttingen; revisión de Gustavo Urquizo Videla (LL.M), doctorando de la misma universidad, y del autor.