OPINIÓN

Juego limpio

A la astucia sin principios del ELN responde la astucia sin principios del Gobierno de Duque, que reniega de la palabra empeñada por su predecesor con el miserable argumento de que él no la firmó.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
26 de enero de 2019

Con su bárbaro atentado contra la escuela de Policía el ELN hizo trizas la posibilidad de los acuerdos de paz. Pero ya los había vuelto risas el presidente Iván Duque con su manera despreocupada de tratarlos, resumida en una frase, tremenda de inconsciencia, del despalomado canciller Carlos H. Trujillo o del mañoso Alto Comisionado de Guerra Miguel Ceballos: “La política de paz no es una política de Estado”. Trizas y risas, como en una de sus insustanciales cabezaditas de pelotas de palabras había anunciado el presidente. Y quedamos advertidos: este Gobierno quiere guerra.

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Y el ELN también, por supuesto. Se completan los dos en sus ganas de enfrentamiento sin medida. Tampoco el ELN tiene, ni ha tenido nunca, algo que se haya podido llamar una política de paz, salvo como subterfugio de astucia para buscar ventajas de guerra. Si es que se puede llamar guerra a esa reiteración de atentados cobardes y voladuras a mansalva de oleoductos y torres de energía que viene practicando desde hace medio siglo, intercalada de añagazas de paz. A su astucia sin principios responde como en un espejo la astucia sin principios del Gobierno de Duque, que reniega de la palabra empeñada por el de su predecesor con el miserable argumento de que él no la firmó. Y se completan los dos también en su estupidez retórica: hablando el ELN de su derecho de guerra cuando viola el derecho de la guerra, y escudándose Duque en la guerra universal contra el terrorismo cuando viola el derecho internacional.

A la astucia sin principios del ELN responde la astucia sin principios del Gobierno de Duque, que reniega de la palabra empeñada por su predecesor con el miserable argumento de que él no la firmó.


El derecho es un juego: el juego limpio por excelencia. El derecho nunca es absurdo, aunque los abogados (no los juristas) suelan saber enredarlo hasta el absurdo. El derecho es el sentido común reducido a su osamenta. En este caso (como en todos) al respeto por las reglas de juego. Pacta sunt servanda, se dice en el latín de Papiniano: los pactos son para cumplirlos. Predicaba hace dos mil años el rabino Hillel, y lo repetía Jesucristo: “No hagas a otros…”. La palabra es la palabra. Se lo oí explicar a un jurista serio: es la más elemental regla de la mafia, que es a su vez la forma más elemental de la organización social.

El fuerte puede, cuando quiere, irrespetar las reglas: como pretende Duque ahora violar la palabra de Santos sobre los protocolos para la finalización de negociaciones exigiendo la captura de los negociadores de la contraparte, como si desde el principio se les hubiera tendido una celada de inocentes. El fuerte hace eso a menudo: atropella el derecho. Napoleón es famoso por hacerlo. Hitler también. Los Estados Unidos también. No sé quién más: ¿Atila? Pero el derecho es la única protección del débil contra el fuerte.

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Y Colombia es débil. ¿A qué se debe entonces la petulancia de Duque, de Trujillo, de Ceballos? Esa petulancia que los lleva a ordenarle a la justicia norteamericana que ponga en libertad a Uribito y a exigirle a la ONU que reescriba el derecho internacional según su capricho. ¿Por qué tanta seguridad en la estupidez?

Porque creen contar con el respaldo del Gobierno de los Estados Unidos, ese errático Gobierno que hoy preside Donald Trump. Y al exigirle a Cuba el absurdo de que incumpla su garantía de país garante, le están haciendo a los Estados Unidos el favor de que sea un país latinoamericano el que se ponga en el brete de acusar a Cuba (y a Venezuela si es el caso) de dar amparo a terroristas. Para volver así a enviarla a las tinieblas exteriores de las cuales el Gobierno de Barack Obama había empezado a rescatarla.

Desde aquí puedo oír las palmaditas del señor Mike Pompeo al presidente Duque: “Good job, my boy”.

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