OPINIÓN
En defensa de Virgilio Barco
Acusar al presidente Barco de haber ordenado la aniquilación de la Unión Patriótica, un partido creado por las Farc, es una insensatez absoluta
En reciente columna divulgada en el portal de los Danieles, Alberto Donadío acusa al presidente Barco (1986-1990) de ser el responsable intelectual de la masacre de los integrantes de la Unión Patriótica, una tragedia que dejó, a lo largo de los años, una estela aterradora de víctimas. No se trata de negar esa realidad. La determinación de sus máximos responsables es tarea confiada a la Jurisdicción Especial de Paz, mientras que a la Comisión de la Verdad corresponde entregar su análisis sobre las causas y dinámicas de la violencia política que hemos padecido, y las recomendaciones para superarla.
Al margen de estas dimensiones institucionales, lo que interesa ahora es saber si el señalamiento de un presidente ya fallecido como responsable intelectual de tamaña hecatombe se apuntala en pruebas sólidas. Si el pedestal en que hemos colocado a Barco es inmerecido debemos saberlo. Además, la revisión que plantea Donadío tiene consecuencias políticas: el legado de Barco lo es también del Partido Liberal, en cuyo nombre gobernó; otros partidos provienen de esa misma matriz ideológica, la coalición de centro, que deberá articularse en la medida que la campaña presidencial avance, tendrá en el ideario liberal una cantera valiosa para la elaboración de sus propuestas. Desde todos estos ángulos la valoración de Barco y su administración son importantes.
Según el Portal de los Danieles, Donadío “revela un secreto que el Estado colombiano ha guardado celosamente durante 34 años”. Noten, por favor, el alcance del término “revelar”: hacer claro y evidente lo que antes era ignoto. Newton por, ejemplo, “reveló” que las manzanas (y, en realidad, cualquier objeto más pesado que el aire), caen siguiendo una reglas inflexibles. La epifanía que nos aporta Donadío es de ese mismo calibre: Barco se reunió con un “espía” israelí, y, en presencia suya, dio a un militar no identificado la orden de asesinar a los integrantes de ese partido político.
“Qué horror, pensará el lector antes de seguir leyendo”. “¿Y cómo lo supo ese laureado periodista?” La respuesta es muy sencilla: se la comunicó con certeza absoluta -newtoniana- el único testigo vivo de la reunión cuya entidad decide mantener en secreto. Es la única prueba de que disponemos. A Barco, Montoya, su secretario general, y al “espía” israelí, nada les podemos preguntar: los muertos son silentes. Por lo tanto, cabe afirmar que carece de credibilidad el veredicto de Donadío y de los conjueces que lo acompañaron, sin formular dudas, preguntas y la presencia de contraparte en la cámara judicial de los Danieles. Un anónimo, por sí solo, nada prueba, salvo en el tribunal de la Inquisición. Así no se hace periodismo de calidad.
Es preciso decir, de otro lado, que, si hubiesen existido indicios de que Barco fue ese genio del mal que perfila Donadío -una especie de Hitler tropical- Malcom Deas, sin duda unos de los académicos extranjeros que con mayor rigor se hayan ocupado de Colombia, no habría sido compilador de un libro sobre su administración, en cuyo prólogo no escatima elogios al mandatario; tampoco habría escrito años después una biografía sustentada en la idea de que fue un gran gobernante y ser humano; y, menos aún, habría salido en su defensa como lo hizo esta semana. Otro gran estudioso foráneo -Daniel Pecaut- en su libro En busca de la nación colombiana realiza una evaluación muy positiva de Barco con una salvedad menor y subjetiva: “Me parece que Barco tampoco era plenamente consciente de las interferencias que se habían establecido entre el narcotráfico, la lucha armada y la descomposición social”. Una última anotación: los dirigentes de la izquierda radical que, escandalizados, han anunciado denuncias ante organismos internacionales, fueron igualmente sorprendidos por el veredicto de Donadío; de lo contrario, hace años las habrían formulado.
No sé si Barco se reunió o no con ese experto y, menos aún, del contenido de sus hipotéticas conversaciones (así como los detectives no portan uniforme, los asuntos de seguridad del Estado son confidenciales). Cabe suponer, sin embargo, que Barco a lo largo de su mandato se reunió con múltiples expertos en seguridad. Para entender esta afirmación se requiere una rápida mirada a la situación del país al iniciarse su mandato en agosto de 1986:
En 1984, mediante los Acuerdos de la Uribe, el presidente Betancur había acordado un cese al fuego con varios grupos guerrilleros cuyo cumplimiento fue imposible verificar. Los militares fueron excluidos de esas decisiones, circunstancia que generó una fosa profunda entre las autoridades civiles y castrenses. Durante buena parte de su gobierno mantuvo la política de no extraditar a los narcos, que era la única herramienta que les causaba temor. Todo esto se tradujo en un crecimiento enorme de guerrillas y mafias, acompañado de una relación de desconfianza con el estamento militar. Este fue el pesado fardo que Barco recibió al posesionarse. A pesar de sus esfuerzos, esos vectores de violencia se incrementaron, hasta alturas sin antecedentes, en 1989.
A los gobernantes hay que juzgarlos por sus resultados, no por sus intenciones, aunque teniendo en cuenta los factores que acotan su capacidad de acción. Barco padeció enormes limitaciones a pesar de las cuales negoció la desmovilización de varios grupos guerrilleros, entre ellos del M-19; logró la convocatoria de una constituyente que se convirtió para nuestro país en una gran herramienta de fortalecimiento institucional; creó una agenda vigorosa para la defensa de los derechos humanos; denunció por primera vez en Naciones Unidas que Colombia es víctima, no beneficiaria, de la política mundial contra las drogas centrada en la represión de la oferta. Y lo que es más importante: logró mantener incólume el Estado democrático.
No pudo el presidente, es verdad, evitar la masacre de la UP, fenómeno que tuvo causas y actores múltiples, pero decir que fue el autor de ese magnicidio es una conclusión errada e injusta.
Briznas poéticas. De José Emilio Pacheco, el gran poeta mexicano: “El instante se ha llenado de azul. / Caminamos bajo la monarquía del sol. / Hay un total acuerdo / entre el estar aquí y estar vivos”.