OPINIÓN
Espíritus de la naturaleza
Los arqueólogos del futuro se preguntarán por qué las sociedades ocuparon territorios desde el siglo XVI y perdieron el control de sus intervenciones, negándose a escuchar los espíritus de la naturaleza. La historia de gobernantes con oídos sordos, embelesados por el poder.
Buena decisión, cuando Colombia se congeló con la pandemia, fue quedarme donde me encontraba en ese momento: en Crespo, frente al mar. Un privilegio imprevisto que me ha dado la oportunidad, desde este lugar cálido y abierto al Caribe, para reflexionar sobre los diversos orígenes de la tragedia sanitaria y de otros fenómenos asociados al Antropoceno.
Caminando por la playa, se nota la subida del mar, el aumento de la temperatura del agua, la gran cantidad de plásticos, vasos, tenedores, pañales, tapas, zapatos, semillas de mangle y peces muertos que las olas van dejando sobre la arena gris. El paisaje litoral marino inspira recoger ese basurero, mojarse y aceptar esa extraña sensación de libertad de pensamiento que vuela con pelicanos, garzas y aves migratorias del litoral. Esas aves indiferentes que cruzan los aires al atardecer, inspiradas por diosas del mar.
Con esos residuos marinos, van saliendo a flote las causas de esta pandemia y de otros virus que pueden estar en incubación. La destrucción de la selva, por deforestación, quemas, ganadería, minería a la loca, derrames de petróleo y enfermedades importadas a culturas indígenas, un todo provocado por la colonización. Se trata de perturbaciones al sistema natural que han implicado desplazamientos y mutaciones de los seres vivos, todos asociados a la sostenibilidad del bosque.
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Los arqueólogos del futuro se preguntarán por qué las sociedades ocuparon territorios desde el siglo XVI al XXI y perdieron el control de sus intervenciones, negándose a escuchar los espíritus de la naturaleza. La historia de gobernantes con oídos sordos, embelesados por el poder.
El equilibrio de la naturaleza debe ser respetado. Foto: Margarita Pacheco
Herida y maltratada, la naturaleza clama por recuperar su armónica riqueza biológica. La respuesta del Estado ha sido la de la vista gorda a voces de alarma, con miles de voces clamando que no permita más condenas a muerte de defensores del territorio, defensores de los estragos de la pandemia, alborotada por el maltrato a la naturaleza.
No se entiende por qué hay permisividad para extraer oro donde nace el agua, por qué se fomenta la escrituración de “tierras baldías” a un individuo cuando se trata de un bien colectivo que beneficia moradores ancestrales. Por qué se permite aumentar la ganadería en ecosistemas de selva donde cada pisada destruye un árbol amazónico, por qué aumenta la lista de tolerancias que están reventando el equilibrio de la naturaleza y de sitios sagrados, con usos que gratifican el ego de machos alfa, con dinero y poder. La espiritualidad de la pandemia está a flor de piel. A parajes lejanos de selva, sabana, montaña y mar, a donde los principios constitucionales de los derechos humanos no han llegado, sucede algo parecido a lo que acontece a nivel nacional. La ley aplica a los de a pie y a los cortesanos, pero no toca al rey.
En las ciudades litorales, la pandemia fluye con sus tentáculos, entre diosas del mar enfermas por aguas residuales que inundan los fondos marinos. Las corrientes empujan islas de residuos sólidos y fragmentos del consumo diario, viajando por ríos que bajan de las montañas hacia los deltas donde se confunden con el mar. En el camino, los ríos cargados de sedimentos, llevan mercurio y otros venenos, entregándole al fogón de las comunidades rurales toda la carga doméstica contaminada de poblados y ciudades, pesticidas de la agricultura industrial de palma africana, arroz y otros monocultivos extensivos. La espiritualidad de la pandemia ronda también entre los pescadores artesanales de mares, ríos y humedales.
La naturaleza reclama su especio en el planeta. Foto: Margarita Pacheco
A pesar de las advertencias realizadas desde mediados del siglo XX, Rachel Carson en la “Primavera Silenciosa” en 1962, advertía sobre los efectos perjudiciales de los pesticidas en el medio ambiente y especialmente en las aves. Culpaba a la industria química por la creciente contaminación. Dennis y Donella Meadows con Jorgen Randers anunciaron desde MIT en 1972, en el informe encargado por el Club de Roma, poco antes de la primera crisis del petróleo, cuales eran “Los Limites del Crecimiento”. Luego el Informe Bruntland, “Nuestro Futuro Común” en 1987, contrasta la postura del desarrollo económico actual junto con el de la sostenibilidad ambiental y discute esos principios con los gobiernos.
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El Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC) de Naciones Unidas, en sus múltiples informes, ha alertado sobre los dramas que se vienen si no frenamos en seco y giramos el timón del desarrollo. Las metas del Acuerdo de París, ratificado por los gobiernos, están en veremos, como si no tuvieran relación con la pandemia. Mirando hacia atrás, uno se pregunta por qué la burocracia de Naciones Unidas, de los gobiernos, de la banca multilateral, no tuvo la fuerza para enderezar los timones del desarrollo de los países. La situación del planeta debería obligar a replantear la utilidad de las agencias internacionales con tan baja capacidad para influir en la prevención de los males en países de África, Asia y América Latina.
Es desafortunado que tantas advertencias científicas hayan quedado cortas y a la deriva de decisiones políticas. Por eso nos encontramos donde estamos ahora, con sistemas de salud en plena crisis, el acoso de violencias provocadas por el racismo y la perpetuidad de las desigualdades sociales.
Nuestra civilización deberá revisar los sistemas de gobernanza de territorios protegidos por espíritus que mantienen el equilibrio. Foto: Margarita Pacheco
Según David Quammen, autor de “Contagio”, - a largo plazo, cuando la peor parte haya pasado, debemos recordar que el nCoV-2019 no fue un suceso novedoso ni un infortunio. Fue y sigue siendo, parte de una serie de decisiones que estamos tomando los humanos- . Con esta afirmación, salta a la evidencia cómo el atroz maltrato a la vida silvestre, la invasión de ganado en áreas selváticas quemadas y deforestadas y los mercado hacinados de animales vivos, son causales del desequilibrio biológico que genera esta y otras pandemias. Parecen fenómenos desconectados, pero la ciencia se ha encargado de conectarlos, poniendo en evidencia los responsables, testaferros y cómplices perturbadores del sistema natural.
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Nuestra civilización deberá revisar los sistemas de gobernanza de territorios protegidos por espíritus que mantienen el equilibrio entre comunidades locales, el suelo, el agua, el cielo, la fauna y la flora y los seres microscópicos que habitan en cada árbol. Cada destrucción de un ecosistema tan complejo nos está condenando a la crisis sanitaria, climática y ambiental más grave de la humanidad.
Por ese enfoque del desarrollo dependiente de la globalización de los mercados con las grandes potencias es que Colombia ha descuidado la defensa de su mayor riqueza: los territorios sagrados protegidos por los espíritus de la naturaleza.
*Consultora Planificación - Comunicación Ambiental