
Opinión
Estar en el patio trasero tiene sus ventajas
Es una ventaja, ahora que nos debatimos entre complejas circunstancias.
Una actitud común en estos días es que algunos jefes de Estado afirman que no saben nada sobre un hecho que les pueda generar críticas, ya que este es responsabilidad de sus incapaces asesores. Sin embargo, con frecuencia eso pasa desapercibido para muchos, ya que “no hay peor ciego que el que no quiere ver”.
Uno de los principios más conocidos es que el jefe de un gobierno, el director de una entidad, un alcalde, un gobernador o el gerente de una empresa, es el responsable de lo que hagan o dejen de hacer los que están bajo su mando, con todas las consecuencias que eso le pueda acarrear.
Hay otros que afirman que todos los que antes han desempeñado su cargo han sido funestos, y que su presencia salvadora ha librado al país del caos, o a la empresa de la quiebra. En nuestro medio, ministros y presidentes, cuando presienten que su imagen puede verse deteriorada por asuntos que han afectado al país, prefieren sacarle el cuerpo a la responsabilidad. Para eso, siempre hay chivos expiatorios.
Entre tanto, en Estados Unidos, Donald Trump considera que los únicos mandatarios que han valido la pena son los que lograron la expansión del territorio del país y, naturalmente, está dispuesto a emularlos con la incorporación de Canadá y Groenlandia, y la recuperación del control del canal de Panamá, por ahora.
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Menos mal que no se ha enterado de que hay algunos territorios que podrían ser candidatos para su proyección napoleónica. Entre ellos, el archipiélago de San Andrés, cuya compra por cinco millones de dólares no aprobó el senado de Estados Unidos en abril de 1921, y que el embajador de Colombia en Washington no logró en 1905 convencer al gobierno norteamericano de que lo adquiriera por una suma modesta. Menos mal además que, tampoco, el Departamento de Estado aceptó la propuesta del en ese entonces embajador de Colombia en ese país, Enrique Olaya Herrera, más tarde presidente, de cambiar los cayos del archipiélago por un “barquito”.
Para completar, ahora que el mandatario norteamericano dice que el único idioma en su país es el inglés, hubo gobiernos colombianos que prohibieron que en San Andrés y en Providencia se hablara inglés, apoyados por los misioneros católicos que exigían además que todos los raizales fueran bautizados y abjuraran “del protestantismo”, cualquiera que fuera la religión a la que pertenecieran. Para no hablar de que el archipiélago ha venido siendo punto crucial para la comercialización de la cocaína que ingresa a Estados Unidos por el Caribe.
Menos mal que Trump tampoco se enteró de que nuestra isla colombiana de Malpelo, ubicada a unos 500 kilómetros de Buenaventura, en la mitad del Pacífico, y que nos genera más de 350.000 kilómetros de espacios marítimos, fue incorporada en 1995 a una estrambótica nación llamada “Dominio de Melquisedec”, que pidió reconocimiento como nación independiente. Belisario Betancur ordenó la localización allí de un destacamento permanente de la Infantería de Marina y la instalación de un faro.
¡Estar en el patio trasero tiene sus ventajas!