Opinión
Estragos de la paz total en el gobierno del cambio
El deterioro de la ‘seguridad humana’ intensifica los conflictos sociales, debilita las instituciones y agrava la inestabilidad.
De una política de defensa y seguridad nacional firme, exitosa y reconocida a nivel regional, hemos pasado a la paz total, que prioriza esencialmente la ‘seguridad humana’. Sin duda, con objetivos loables, pero en el contexto actual de improvisación y caos en el orden público, genera más confusión y desconfianza. Esto se refleja en el 63,3 % de desaprobación, según la encuesta Invamer de noviembre de 2024, donde la población manifiesta sentirse insegura con la política de paz vigente. Según fuentes militares, al 13 de marzo de 2024, los grupos ilegales habían incrementado su número de integrantes en un 11 % respecto a 2022, alcanzando un total de 16.769 miembros con presencia en 253 municipios.
Quizás, la práctica que más afecta a las tropas sea el secuestro recurrente de soldados por parte de las guardias campesinas instrumentalizadas por el ELN o las disidencias de las Farc. Casos recientes, como los ocurridos en Arauca, Guaviare, Cauca y, más recientemente, en El Plateado, son prueba de ello. Estas tropas, al verse rodeadas, terminan obligadas a abandonar las operaciones, humilladas y sometidas a impropios que deterioran su moral y afectan la percepción de seguridad entre los colombianos. Esto evidencia que en esos territorios la presencia de la fuerza pública está siendo desplazada.
Situaciones similares se observan con las mingas indígenas, utilizadas recurrentemente por el gobierno para acompañar marchas y manifestaciones públicas, bajo presiones y con financiación estatal. Esto no solo implica un uso considerable de recursos públicos, sino que también envía un mensaje equivocado: el poder estatal parece estar cediendo terreno a otros actores.
En cuanto al ‘servicio social para la paz’, creado mediante la Ley 2272 de 2022 como alternativa al servicio militar obligatorio y remunerado con el 80 % de un salario mínimo, aunque en esencia tiene una intención positiva, podría afectar las cuotas de incorporación para el servicio militar. Este servicio es esencial para mantener presencia en las zonas más remotas del país. Pretender reemplazarlo por un servicio social exponen a los jóvenes a riesgos en territorios con violencia desbordada.
Tendencias
El nombramiento de gestores de paz, permitido por la Ley 418 de 1997, ha generado una fuerte desaprobación (84,1 % según la encuesta Invamer). Ejemplos como el de Salvatore Mancuso y 18 exjefes de las AUC son altamente cuestionados. Estas figuras, desvinculadas del poder real sobre las actuales estructuras criminales, difícilmente contribuirán a la paz, y sus nombramientos parecen responder más a intereses políticos. Además, el país parece haber normalizado la impunidad: delincuentes capturados en flagrancia, con armas, drogas ilícitas y vehículos de la UNP, son designados como gestores de paz, desvirtuando esta figura y burlándose de las autoridades y las víctimas.
El pago de bonificaciones mensuales a delincuentes para que abandonen actividades ilícitas también genera rechazo, especialmente porque estos recursos se priorizan sobre programas para adultos mayores, créditos del Icetex o iniciativas del Ministerio del Deporte. Este tipo de medidas envían un mensaje negativo al tejido social joven, desestimulando el trabajo honesto y favoreciendo la delincuencia.
Por otro lado, el informe de la ONU (UNODC) de octubre de 2024 destaca que Colombia tiene 253.000 hectáreas de cultivos de coca y un aumento del 53 % en el potencial de producción de cocaína, alcanzando las 2.664 toneladas. En este contexto, propuestas como la compra de hoja de coca a los pobladores del Cañón del Micay son irresponsables y carecen de estudios rigurosos. Una medida así podría incentivar a otros cultivadores en el país, haciendo que la situación sea inmanejable, ya que este territorio representa solo el 9% del total nacional. Además, los Gaos están presionando a las comunidades para que, mediante bloqueos como el de la carretera Panamericana, fuercen al gobierno a retirar las tropas y permita la continuidad de sus operaciones ilícitas.
Mientras tanto, las Fuerzas Militares intentan enfrentar de manera más eficiente la ‘guerra híbrida’, un fenómeno que el propio Estado ha fortalecido, ajustando su doctrina operacional para maximizar el uso de recursos cada vez más limitados. Sin embargo, según la encuesta Invamer, el 78,3 % de los colombianos cree que el Estado y las fuerzas armadas han perdido el control de los territorios dominados por los GAO. Esto plantea una pregunta esencial: ¿contra qué enemigo se enfrenta el Estado?
Si la ‘seguridad humana’ prioriza ceses bilaterales que deben ser respetados, pero no incluye a todos los grupos armados organizados; si los frentes del ELN no obedecen a sus cabecillas exiliados, quienes ahora exigen refundar el Estado; si las disidencias de las Farc están fracturadas; y si la facción de Iván Mordisco, que concentra el 70 % de los hombres en armas, abandonó las negociaciones, ¿cómo puede sostenerse esta política? Mientras tanto, en los territorios sigue la violación sistemática de derechos fundamentales y el terrorismo criminal contra las tropas.
Además, el Movimiento de Observación Electoral (MOE) advirtió en 2022 que, en periodos previos a elecciones, la violencia contra líderes sociales, políticos y comunales tiende a incrementarse exponencialmente. Esto pone al país en riesgo de un aumento inminente de la violencia y de coacción electoral a favor de los candidatos respaldados por los GAO, de cara al proceso electoral de 2026.
Con toda seguridad, Colombia avanza hacia una peligrosa descentralización del poder estatal, donde las guardias campesinas y las comunidades indígenas asumieron roles que debilitan las instituciones. Al mismo tiempo, las leyes se adaptan para favorecer a los delincuentes, la fuerza pública pierde capacidad de respuesta, la sociedad se polariza y las instituciones se deslegitiman. Esto envía un mensaje nefasto a las futuras generaciones: delinquir es rentable y puede ser recompensado mediante negociaciones con el gobierno.
La política de paz total requiere una estrategia integral que priorice la consolidación del orden público, fortalezca las instituciones y garantice el cumplimiento de la ley, sin concesiones a la ilegalidad. Solo con ajustes serios y acciones coordinadas será posible recuperar la confianza ciudadana, garantizar la justicia y asegurar una mejor convivencia.