OPINIÓN

La narcodependencia de las Farc

La renuencia de la guerrilla de cortar sus vínculos con el negocio de la droga puede ser su acabose. Como los paramilitares.

Alfonso Cuéllar, Alfonso Cuéllar
24 de marzo de 2017

En septiembre del 2004, SEMANA reveló grabaciones de varias horas de las negociaciones entre el entonces alto comisionado Luis Carlos Restrepo y la cúpula de los grupos paramilitares en Ralito. Tres temas fueron preponderantes: la preocupación de los comandantes sobre su posible extradición a Estados Unidos, la creciente penetración del narcotráfico en sus filas y el riesgo de las disidencias. Era premonitoria su angustia. En mayo del 2008, muchos de ellos serían extraditados y luego condenados por narcotraficantes. Y varios de sus hombres entrarían a formar parte de bandas criminales.

Ese desenlace, sin embargo, era evitable. Dependía de la buena fe de los paramilitares de abandonar el negocio de las drogas ilícitas en todos sus aspectos. Incumplieron: en Ralito, en La Ceja e incluso desde la cárcel de máxima seguridad de Itagüí continuaron delinquiendo. Pudo más la adicción a los dineros copiosos de la ilegalidad.
  
Las FARC enfrentan el mismo dilema. No sólo ahora, sino desde el instante en que acordaron el capítulo 4 de “solución al problema de las drogas ilícitas”, anunciado el 16 de mayo del 2014. Allí quedaba manifiesto, por primera vez, su compromiso público de ayudar en la lucha y poner fin a su relación con esa actividad criminal. En ese momento, el Secretariado podría tomar la decisión de comenzar el proceso de salirse. De extraerse de los tentáculos de ese monstruo. Pero no. Ordenó multiplicar los cultivos. Fue tan contundente la instrucción, que hasta se perdieron cosechas porque los laboratorios no daban abasto. 

El frenesí se mantuvo incluso después de que el presidente Barack Obama designó un representante especial para acompañar el diálogo en La Habana en febrero del 2015. A las FARC no les pareció conveniente hacerle un gesto de buena voluntad al gobierno cuya justicia aspira meter en la cárcel a sus dirigentes. No valoraron la participación de Estados Unidos. Siguieron traficando.
 
En marzo del 2016, el secretario de Estado, John Kerry, aceptó reunirse con Timochenko y otros miembros del Secretariado. No era un encuentro cualquiera. Para el gobierno y la legislación de Estados Unidos, las FARC eran una organización terrorista, responsable del secuestro de tres norteamericanos y el asesinato de civiles estadounidenses, y una transnacional del crimen organizado. Kerry les recalcó la necesidad urgente de abandonar el narcotráfico. Fue un diálogo de sordos; las FARC aun allí negaron ser participantes activos de ese negocio. Mantuvieron el cuento de ser unos jugadores insignificantes. Y subestimaron la advertencia de Kerry. Los cultivos aumentaron 37 % el año pasado y la producción de cocaína a 710 toneladas.
 
Las FARC, como los paramilitares, parecen creer que puedan actuar impunemente en este campo. Se lavaron las manos públicamente con la disidencia de sus miembros más narcotizados en diciembre. Según Jesús Santrich, su compromiso a colaborar en la lucha contra el narcotráfico no incluye “la delación sino la sustitución”. Y negó que su organización tuviera información de rutas ni base de datos de traficantes.
 
La arrogancia de Santrich y sus secuaces se fundamenta en la garantía de que no serán extraditados por “hechos ocasionados u ocurridos durante el conflicto armado interno o con ocasión de este hasta la finalización del mismo, trátese de delitos amnistiables o de delitos no amnistiables, y en especial por ningún delito político, de rebelión o conexo con los anteriores dentro o fuera de Colombia". Así reza el texto del proyecto de ley sobre la Jurisdicción Especial para Paz que será votado la próxima semana en el Congreso. 
 
En Washington no cae bien esa prohibición. Se considera inaceptable que los capos de las FARC no paguen por su papel en el narcotráfico. Es llamativa la entrevista de Sergio Gómez en El Tiempo al zar antidrogas de Clinton y uno de los artífices del Plan Colombia, Barry McCaffrey. McCaffrey duda que las FARC cambien no porque "quieran seguir siendo criminales, sino que se trata de un negocio que genera enormes dividendos y de eso es difícil separarse". Ese punto de vista tiene acogida en una administración Trump preocupada por el aumento de consumo de los estadounidenses.

Por eso es relevante el debate planteado por el fiscal Néstor Humberto Martínez sobre si el narcotráfico es un delito continuado. Para Estados Unidos, si se comprueba que posterior a la firma del acuerdo de paz el 24 de noviembre del 2016 las FARC siguieron disfrutando de las mieles del negocio, los beneficios de la JEP no aplicarían. Ya el departamento de Justicia está recopilando evidencias para sustentar futuros pedidos de extradición. Hicieron lo mismo con los hermanos Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela.

En otras palabras, las FARC están jugando con fuego al intentar hacerle el quite a su responsabilidad como actor preponderante en la cadena del tráfico de drogas. Según me contó una alta fuente gubernamental, parte de la reticencia de las FARC a delatar a sus antiguos socios es miedo, físico miedo. Temen que los maten. Es el riesgo inherente de tratar con la mafia.

No es un escenario fácil para el Secretariado y su Estado Mayor: abandonan los recursos del narcotráfico que les financiarían sus campañas políticas o viven con la incertidumbre de un día terminar en una prisión estadounidense. Como Simón Trinidad. Como Mancuso. Como Jorge 40. 

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