Francis Bacon, pintor de historia

Lo que en los tiempos Velásquez era un Papa de Roma, en los cuadros de Bacon se ha convertido en una hiena que aúlla interminablemente

Antonio Caballero
8 de junio de 1992

MIENTRAS LA GENTE SE MATABA EN todos los rincones del Nuevo Orden Mundial, en Sarajevo y en Kabul, en Lima y en Los Angeles; mientras había fusilamientos en la China y ahorcamientos en Irán y en Argelia, lapidaciones en Arabia y electrocuciones en los Estados Unidos, y por las calles de Madrid y de Belfast las explosiones de los coches bomba hacían volar pedazos de perSonas; mientras la policía repartía palo y tiros en Argel, en Sevilla, en Cracovia, en Jerusalén, en Seattle, en Puert Príncipe, en Johannesburgo, en Tirana, en Shangai; mientras aparecían cadáveres mutilados en las calles de Palermo y de Medellín; en los ríos del Valle del Cauca y de Bengala mientras unos torturaban y otros gemían bajo la tortura unos asesinaban y otros eran asesinados, y los niños lloraban, y las madres gritaban, y los hombres corrían, moría en Madrid, de infarto, un viejo pintor inglés que ya en sus cuadros había pintado todo eso. Se llamaba Francis Bacon y había sido el más grande pintor de la postguerra: es decir, de la guerra.
En alguna parte se publicó en estos días que Margaret Thatcher, siendo primera ministra de la Gran Bretaña, había comentado una vez que no le gustaban nada los mamarrachos de Bacon. Es natural. Porque Bacon era un artista que mostraba la realidad tal como es, y eso no es cosa que guste a los hombres o mujeres del poder: lo sabemos desde la historia de la malvada madrastra de Blanca Nieves a quien tanto le irritaba que su espejito mágico le dijera la verdad. A la buena pintura el poder ha preferido siempre la pintura académica: la que muestra la realidad tal como debiera ser.
Otro viejo inglés T. S. Eliot, escribió en su "Tierra Baldía" que "la raza humana no puede soportar demasiada realidad". Eso, la raza humana tomada en su conjunto: los dirigentes de la raza humana no pueden soportar ninguna, y por eso suelen ser por completo insensibles e impermeables al arte. Porque el arte no consiste en inventar la realidad, sino en descubrirla. Así, han sido muy pocos los poderosos que a lo largo de la historia han tolerado el arte. El faraón Akena tón en el antiguo Egipto y al rey Felipe IV en la España imperial son excepciones a la regla; y, por lo demás, ambos eran más proclives a ceder su poder o a perderlo que a intentar aumentarlo. Los demás han preferido siempre que los artistas los reconforten o los cieguen con invenciones piadosas, hagiográficas: el emperador Augusto eternamente joven y puro como el mármol; Cosme de Medici triunfal en un techo brillante de colores, aureolado de nubes y caballos piafiantes y ángeles con trompeta; Napoleón, tan humano, visitando a los apestados de su ejército en Jaffa; Lenin vibrando de elocuencia en la tribuna. A la señora Thatcher debe gustarle, sin duda, como a Luis XIV de Francia, un buen retrato de ella misma en pie, imperiosa, con el pelo lacado y un discreto sastre azul, recién salida de la peluquería. Pero un Bacon, no.
La pintura no se juzga por el tema: manzanas de Cézanne, madonnas de Rafael, etc. Pero la realidad se refleja inevitablemente en el fondo y en la forma de toda la gran pintura porque, ya digo, el arte no inventa la realidad sino que la descubre. Y lo que hizo en su pintura Francis Bacon fue simplemente descubrir la realidad: el horror de nuestro siglo. Un mundo de masacrados, de torturados, de refugiados y de supervivientes, de hombres despojados de la apariencia humana que nos miran desde sus lienzos como pedazos de carne sanguinolienta y mutilada, cuartos de res colgados de un garfio como el buey desollado de Rembrandt. Eso, que en los tiempos de Rembrandt era un buey, ahora es un hombre. Lo que en los tiempos de Leonardo de Vinci era un estudio anatómico de tendones y músculos, ahora es un retrato. Y lo que en los tiempos de Velázquez era un Papa de Roma, en los cuadros de Bacon se ha convertido en una hiena que aúlla interminablemente.
No es una hiena de verdad: sigue siendo un Papa. Pero es un Papa de la segunda mitad del siglo XX, que no tiene más remedio que aullar como una hiena por que acaba de leer los titulares del día en los periódicos.

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