OPINIÓN
Fumiguemos con glifosato el Parque de la 93
Se me ocurrió leyendo la última columna de María Isabel Rueda. Tomé en las manos mi viejo cuaderno escolar de Química e intenté descifrar la fórmula del glifosato:
C
CC
OO CC OO CC CO
CO CO CO CO
En un inicio no sabía si transcribía un compuesto de la tabla o una declaración de James Rodríguez. Decidí entonces tomar como guía el artículo de mi colega, sustentado por un extraordinario estudio de la Universidad Sergio Arboleda, o de Bayern: no lo recuerdo bien. De esa manera concluí que el glifosato tiene glicina; que la glicina hace parte de las proteínas (como el huevo: que es, en parte, lo que tiene el estudio). Y que además tiene fósforo, y en eso se parece a Uribe.
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La columna contenía tal compendio de virtudes sobre este químico mágico que me cargué de resentimiento: ¿a cuenta de qué se deben reservar los beneficios de este elixir de ensueño a las zonas rurales de Colombia? Si este saludable remedio es tan provechoso, ¿por qué permitir que gocen de sus fantásticos beneficios únicamente los campesinos colombianos, desde la comodidad de sus regiones?
Y entonces tuve una idea revolucionaria: asperjar glifosato desde una avioneta por Rosales, por Chicó, y, si la gasolina alcanza, por el barrio Santa Ana Oriental. Fumigar los parques del Virrey y de la 93. Agregar de esta manera 6 hectáreas a las 80.000 que ya erradicó el Gobierno. Y compartir sin distingos de clase los beneficios de ese líquido vital que disfrutan en Nariño, Chocó, y otros cuantos departamentos privilegiados.
Invité a mi mujer a almorzar al Café Renault para comentarle la idea, porque suele tener buen criterio. Pero de nuevo preguntó si me había embobado.
–¿Y es que acaso en el parque de la 93 ves arbustos de coca? –me dijo seca, como una mata asperjada–: ¿acaso ves coca en La Cabrera?
–Claro que sí –respondí.
Y le relaté la vez en que me invitaron a ver un partido de fútbol de la selección donde un conocido empresario bogotano, en su apartamento del Chicó. Había políticos y periodistas, aunque también gente de bien. El partido servía de pretexto para un almuerzo etílico en que reconocidos invitados salían del baño de emergencia electrizados, como si hubieran recibido una descarga del Taser de Pachito Santos. Así son las reuniones del alto jet set criollo: el que menos pases metía era James Rodríguez.
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Pero mi mujer no parecía oírme.
–Voy a pedir un arroz –respondió como único comentario.
–¿Sabías que el 95 por ciento de las zonas del arroz se fumigan con glifosato? –le dije, mientras sacaba del bolsillo el recorte de la columna de María Isabel porque ahora era mi biblia. Y le cité la parte en que comentaba que el glifosato se usa en el 95 por ciento del arroz, en el 75 por ciento del algodón. Y me atrevería a decir que en el 25 por ciento del poliéster.
Pero a duras penas me miró.
Contaminado por la campaña mediática de la izquierda castrochavista, reconozco que tenía serias prevenciones frente a este conveniente herbicida. Suponía que su contacto aumentaba la probabilidad de contraer cáncer, entre otros tipos de signos zodiacales.
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Pero, como bien citaba María Isabel, probable no es lo mismo que riesgo, y el químico, lo dice ella, “Tiene efecto mínimo porque es rápidamente biodegradado”. Y en eso, agrego yo, es un poco como el mismo Pachito Santos en el Centro Democrático, pobre.
El mismo artículo advierte, además, que este brebaje mágico –y delicioso, si uno lo prueba– está presente en todas partes, como Dios, como Uribe: incluso en tintes para pelo; ¿y si el mismo presidente lo lleva en la cabeza –agrego yo–, ¿qué más pruebas se requieren para demostrar que es simple e inoficioso? ¿Y que el glifosato también lo es?
Si vamos a erradicar la coca, aun de los cocteles bogotanos, vale la pena acudir a este menjurje provechoso que, bien dice el estudio, hace el mismo daño que una copa de vino cada tres meses. Y para celebrar, me pedí un vino.
–Se van a poner felices todos los amigos que viven en La Cabrera –traté de brindar con mi mujer, y acto seguido leí un fragmento de la columna– porque “el glifosato es útil como erradicador de malezas, reduce la erosión, conserva la humedad del suelo”. Y saca pelo.
Esto último lo dije yo, pero no lo descarto. Iniciaré pruebas para erradicar mi champú Salomé.
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–Sería con aspersión aérea –complementé, como pensando en voz alta–: es más práctico así, e igual no veo a María Isabel vestida como apicultora mientras riega el remedio mata por mata. Igual la gente que va a Café Renault tampoco es boba, y cuando escuche el motor de la avioneta, sabrá cubrir el almuerzo. Salvo que haya pedido arroz: en ese caso es mejor que caiga en el 75 por ciento del plato. O en una copa de vino. O en 500 vasos de agua.
Pero, sin ánimo de criticarla, mi esposa se ha vuelto experta en arruinar mis sueños.
–Deja de decir bobadas y más bien pide tu postre –me ordenó–. Y, por favor, cambiemos de tema.
Pedí flan de coco, porque las sílabas me recordaban la fórmula del glifosato, y guardé la columna de María Isabel cuidadosamente. Desde entonces la preservo para donarla a la Sergio Arboleda como base para próximos estudios científicos sobre la materia.