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Mao Zedong: el hombre de los 70 millones de muertos

Se cumplen 50 años de la “Revolución Cultural Proletaria” una de las más terroríficas, masivas y aterradoras purgas políticas de todos los tiempos.

Germán Manga, Germán Manga
14 de junio de 2016

El Siglo XX produjo grandes monstruos. Hitler provocó 22 millones de muertes entre 1933 y 1945, Stalin en la URSS, 21,5 millones entre 1929 y 1953,  Pol Pot en Camboya 1.5 a 2 millones entre 1975 y 1979. Ninguno se acerca a Mao Zedong, el líder de la China comunista, que según los más recientes estudios fue responsable de por lo menos 70 millones de muertes a lo largo de su borrascosa vida.

Se cumplen por estas fechas 50 años de la “Revolución Cultural Proletaria” una de las más terroríficas y masivas purgas políticas de la historia. No la mayor en términos de muertes, pero sí la que más afectó China  y la que más conmocionó de manera directa y grave a sus habitantes.    

 “Gato negro, gato blanco, no importa el color, si caza ratones es un buen gato”. Ese elemental concepto con el cual Deng Xiaoping concretó su creencia de que ser comunista no tiene que ser equivalente a ser pobre y convirtió a su país en la potencia que es hoy, tuvo sus raíces en los primeros días del gobierno rojo. 

Mao era un ideólogo y el líder. Bajo su sombra, Deng y el entonces presidente Liu Shaoqui, gobernaron el país desde 1949. Pero sus políticas –hoy validadas ampliamente en la espectacular transformación de China- eran cuestionadas y rechazadas por los sectores más radicales del partido.

En 1958, en plena ebullición del debate entre comunistas y progresistas, Mao escogió a los primeros y propuso “el gran salto adelante”, la quimera de convertir a China en líder de la economía mundial en 15 años. Colectivizó la agricultura y obligó a los campesinos a trabajar entre otoño y primavera en la industria. Fue un fracaso monumental pues sin el aliciente del beneficio personal, tanto la agricultura como la industria cayeron a los niveles más bajos de la historia. 14 millones de personas murieron en las hambrunas de 1959 a 1961, los hasta hoy conocidos en la memoria de los chinos como “los tres malos años”.

Después de ese desastre parecía inexorable que Mao pasara al retiro pero en realidad se dedicó a organizar desde la sombra, con la ayuda de su esposa, la actriz Jiang Qing y de otros líderes radicales, el plan para volver al mando: la revolución cultural. Radicalizaron y fanatizaron a los jóvenes y los lanzaron a destruir y reinventar las estructuras del partido y del Estado en todo el país, con base en los dictados del Libro Rojo (recopilación de pensamientos de Mao) para “limpiar” a la sociedad de “traidores, enemigos y espías”.

Fue una especie de inquisición comunista. China se llenó de “Guardias Rojos” y de “comités revolucionarios” encargados de erradicar todo vestigio de capitalismo y “liberalismo burgués”, autorizados a estudiar los antecedentes de la población y a juzgar y castigar a quienes quisieran en forma sumaria, sin códigos, garantías, ni límites, en eventos humillantes y públicos.

Liu Shaoqui y Deng Xiaoping fueron destituidos de sus cargos. Deng fue enviado a Jianxi a trabajar como mecánico tornero  y un grupo de radicales torturaron y arrojaron desde una ventana en un tercer piso de la Universidad de Beijing a su hijo Deng Pufang, quien  como consecuencia de la caída quedó paralítico.

Mao pidió al Ejército “apoyar ampliamente las masas izquierdistas” y darles a los trabajadores y campesinos instrucción militar. En busca de eliminar las clases  sociales ordenó a profesionales y técnicos y a los cuadros del partido “ir abajo y hacer trabajo manual” y los envió masivamente a las zonas rurales.

Los guardias rojos condenaron a muerte, ajusticiaron o enviaron a destierro o a prisión “por contrarrevolucionarios” a millones de personas –intelectuales, terratenientes, “malas influencias”-. Cualquiera podía caer en desgracia por una delación o por “delitos” como poseer antigüedades, instrumentos musicales o algo que los vinculara con un “comportamiento burgués”. Los guardias rojos cerraron colegios y universidades y para borrar todo vestigio del pasado destruyeron gran parte del patrimonio cultural -museos, bibliotecas, pinturas, esculturas, edificios, templos-. Uno de cada 9 chinos de la época fue  víctima de la revolución cultural y entre 500 mil y un millón de personas fueron ejecutadas por los guardias rojos durante la misma.       

En 1973, ante el dramático derrumbe de la economía, Zhou Enlai convenció a Mao de que Deng Xioaping era el único dirigente capaz de reorganizar el país y reactivar el aparato productivo. Fue reintegrado al Comité Central del partido y nombrado jefe del estado mayor del Ejército, pero una vez más la esposa de Mao logró  proscribirlo. Solo a la muerte de “el gran timonel” en 1976 Hua Guofeng el escogido por Mao para sucederlo, ordenó la captura de Jian Quing y de “la banda de los cuatro”, que fueron juzgados y condenados  a muerte. Deng Xiaoping emergió como segundo emperador de la China roja, restableció el orden y pudo poner en marcha las reformas que convirtieron al país en la potencia que es hoy.

Otro habría sido el destino de China y de la humanidad si Mao con su Revolución  Cultural no hubiera impedido su despegue 10 años antes. Esa década opacó aún más su legado pero los chinos de hoy le guardan respeto como artífice de la República Popular y por haberle devuelto majestad y respetabilidad a China después de un largo período de agresiones y humillaciones por potencias extranjeras. Todavía se puede visitar y ver en su mausoleo de la Plaza Tiananmen el cadáver embalsamado de ese revolucionario que murió en su cama, autor de hazañas, batallas y logros memorables y también de espeluznantes historias de sangre y de terror, que es el único ser de cuantos han existido en este mundo, responsable –entre purgas, guerras y hambrunas- por la muerte de 70 millones de personas.

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