Opinión
Glosas al Nobel
El Nobel de economía de este año nos causa algunas perplejidades.
Daron Acemoglu, Simon Johnson y James A. Robinson fueron los elegidos. Este último vinculado a nuestro país como profesor de la Universidad de Los Andes, circunstancia que, con cierto provincianismo, es lo que algunos han destacado.
El factor común que explica que hayan sido galardonados, son sus estudios sobre “cómo se forman las instituciones y cómo afectan la prosperidad”, lo cual no es, en rigor, exacto. Si así fuera, habríamos encontrado la piedra filosofal: sabríamos cuáles son exactamente las instituciones correctas, y qué deberíamos hacer para adoptarlas.
Sorprende que la promoción de buenas ideas sobre las instituciones sean factores suficientes para el otorgamiento del Nobel de Economía. ¿Cuál fue su aporte a la expansión del conocimiento científico en esa rama de las ciencias sociales? Dar buenos consejos es loable, pero ellos no expanden lo que sabemos sobre la sociedad y los mecanismos para modificarla.
En realidad, las instituciones de cada país son producto de su historia, su cultura y determinadas configuraciones del poder político. No existe un modelo universal. Y con relación a las vías para modificar o sustituir la configuración del poder, hay que decir, como en el verso de Antonio Machado: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”. Los científicos de la economía no pueden sustituir a los teóricos de la política y, menos todavía, a quienes la hacen en un determinado tiempo y territorio.
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Cierto es que los nobeles pusieron de presente que hay unas instituciones mejores que otras y que, como es evidente, ellas inciden en el nivel de vida de la población, el crecimiento económico y el reparto de los beneficios sociales. Visto así, su aporte se parece mucho a la epifanía que tuvo nuestro gran deportista Kid Pambelé: “Es mejor ser rico que pobre”.
Según el comité de adjudicación del premio, “Los galardonados han demostrado que una de las explicaciones de las diferencias en la prosperidad de los países son las instituciones sociales que se introdujeron durante la colonización”.
Tengo serias dudas al respecto. Parten del supuesto de que ellas, que son ostensibles entre América Latina y los países anglosajones, son consecuencia de que las instituciones que impusieron los conquistadores —que eran, a su vez, reflejo de las suyas propias— fueron las correctas en estos y defectuosas en los de origen español y portugués. Y que han permanecido inalteradas. ¡Por favor! Es como si profesaran una versión implícita de la ‘Leyenda negra’, forjada por británicos y holandeses contra España en el siglo XVII en el contexto de sus luchas imperiales.
Su esencia consiste en que los españoles son crueles, perezosos, fanáticos, y, lo que es peor, católicos. No pueden ser juzgados como el resto de los pueblos del mundo. Por supuesto, esa es una falacia. Es la condición humana, no la fisonomía de un pueblo concreto, la que explica las mejores y peores cosas que realizan individuos y colectividades en determinadas circunstancias. Nadie hubiera podido imaginar que los alemanes llegaran a ser los autores del Holocausto.
Es importante anotar que, como en todos los procesos de colonización, en las Américas se acudió a la importación masiva de esclavos africanos. Ese no puede ser el origen de las diferencias entre las instituciones coloniales.
Lo que si constituye un factor diferenciador notable es que los colonos de origen anglosajón acudieron al exterminio masivo de la población indígena, al confinamiento de los sobrevivientes, y a la corrupción posterior de sus residuos poblacionales, a los que se entregó el monopolio de la venta de licores y la explotación de casinos. Podría entonces decirse que el intenso mestizaje de Iberoamérica es una de las causas de nuestras falencias como sociedad. Las implicaciones racistas de esta teoría saltan a la vista.
De otro lado, tan importante como la calidad de las instituciones, es el impacto que las condiciones geográficas tienen en el desarrollo de los pueblos. Por eso tantas veces se ha dicho que “la geografía es el destino”.
Es cierto que las enormes diferencias que existen entre Haití y República Dominicana, que comparten la Isla La Española, se explican por factores institucionales. Del lado opuesto, que hayan sido navegantes españoles y portugueses los primeros en llegar a América, a la India, luego de cruzar el Cabo de Buena Esperanza, y de circunnavegar el globo terráqueo, se explica por su ubicación en el borde occidental de Europa, de cara al Océano Atlántico.
En el año 2013, el profesor Robinson publicó su ensayo: “Colombia. ¿Otros cien años de soledad? Allí escribió: “Fundamentalmente, todos los problemas que Colombia tiene se derivan de la forma como ha sido gobernada. La mejor forma de definir esto es que se trata de un gobierno indirecto, común en los imperios coloniales europeos, en el cual, las élites políticas nacionales que residen en las áreas urbanas, particularmente Bogotá, han delegado efectivamente el funcionamiento de las zonas rurales y otras áreas periféricas a las élites locales”.
¿No será al revés, profe? El carácter quebrado de la geografía colombiana es la causa de que solo a comienzos de los años cincuenta lográramos construir un mercado nacional unificado; de que nos resulte complicado conectar unas regiones con otras; y de que tengamos tantas ciudades. Depende de factores geográficos, la inmejorable competitividad nuestra para la producción y exportación de drogas prohibidas. Colombia todavía carece del control pleno sobre su territorio, una notoria anomalía que, en buena parte, obedece a su abrupta configuración física.
Al final de su ensayo, Robinson nos dejó la siguiente recomendación: “La construcción de una Colombia diferente implica luchar contra la manera básica como el país ha sido gobernado desde su inicio como una República independiente en 1819″. Aceptar esta tesis implicaría reconocer que todo lo hemos hecho mal. ¡Perdimos más de dos siglos!
Como no tuvo tiempo de darnos instrucciones para esa tarea de refundación de la patria, debemos pedirle que nos ayude. Quizás le parezca que su propuesta sea igualmente pertinente para toda Latinoamérica. Puede que, realizando este magno proyecto, se gane un segundo Nobel, como Marie Curie a comienzos del siglo XX, que lo obtuvo tanto en física como en química.
Briznas poéticas. Boecio, en la alta Edad Media, escribió: “Cuando se concede una dignidad a los deshonestos, no solo esta no los dignifica, sino que incluso delata aún más su indignidad”.