OPINIÓN
Gobernando con símbolos
No hay duda de que en política, tanto de izquierda como de derecha, el simbolismo tiene un peso excepcional y juega un papel estratégico en la sostenibilidad de la relación del Estado con los ciudadanos.
Este gobierno lleva dos semanas en el poder y parece que llevara un año, dicen muchos en los cafés y en los pasillos. Quizá porque los anuncios que hemos conocido representan un cambio radical o profundo al orden político, social y económico que hemos tenido como nación durante muchas décadas; quizá porque los hechos políticos están configurando un pesado ambiente de confusión e incertidumbre; quizá -mi principal hipótesis- porque la agenda gubernamental es tremendamente simbólica, lo que podría estar creando un imaginario colectivo de gestión veloz de la nueva administración, aun cuando no sea del todo cierto.
Desde la posesión presidencial, con la espada de Bolívar como protagonista simbólica de la llegada al poder de la izquierda, el gobierno de Petro inauguró un nuevo estándar semiótico en la administración pública nacional, cuya esencia son los conceptos políticos de alto impacto en la percepción y en la interacción ciudadana con el Estado y con el nuevo gobierno.
La espada, robada por la guerrilla M19 en 1978 y puesta el pasado 7 de agosto en la escena de la toma democrática del poder político por parte de uno de sus exmiembros, pretendió enviar el mensaje de la importancia histórica de la lucha y la resistencia del pueblo contra el sistema político tradicional que ha imperado en Colombia, porque “la espada es del pueblo”, precisó Petro.
También, sin duda alguna, simbolizó el compromiso del nuevo gobierno con la protección de la soberanía política y económica de Colombia frente a las fuerzas foráneas imperialistas tradicionales.
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Con ese acto de altísima carga simbólica, el gobierno de Petro nos dejó claro que la tradicional estrategia de la izquierda en todo el mundo, de gobernar semióticamente, también tendrá gran juego en nuestro país.
El poder de los gobiernos de izquierda, y particularmente de aquellos de vocación progresista, proviene de la fuerza de conceptos ideológicos radicales, que requieren de simbolismos masivos, para distinguirse, permanecer en el tiempo y crear la sensación de gestión estatal eficaz.
Esos conceptos pueden ser simples decisiones, pero con gran impacto en la relación de la ciudadanía con el Estado o con el gobierno nacional, como es el caso de la apertura de espacios y plazoletas de la zona de predios y edificaciones del Estado, en el centro de Bogotá, que el gobierno de Petro decidió poner a disposición de los ciudadanos comunes y corrientes.
La plaza Nuñez, por ejemplo, que une la Casa de Nariño con el Capitolio Nacional, y que estuvo cerrada por varias décadas, hoy es escenario cotidiano de selfis de centenares de bogotanos y turistas nacionales e internacionales. Son decisiones de fácil ejecución con un amplio efecto masivo en la experiencia del ciudadano con el aparato estatal.
Pero también debemos reconocer que el nuevo código semiótico al que estaremos expuestos por cuatro años, no solamente está conformado por íconos como la espada de Bolívar y por decisiones simbólicas simples como abrir los espacios físicos “sagrados” del Estado a los ciudadanos, sino por innovadores conceptos de política pública que responden a los principios ideológicos socialistas, principalmente.
En tan solo dos semanas del nuevo gobierno a bordo, hemos conocido múltiples anuncios, propuestas o medidas cuya implementación no es clara y cuyos beneficios concretos no han sido estudiados técnicamente.
Declarar el informe de la Comisión de la Verdad como “patrimonio de la Nación”; anunciar la “protección del viche” como bebida ancestral de las comunidades del Pacífico, suspendiendo su incautación; transformar el Esmad a “Unidad de Diálogo y Acompañamiento a la Manifestación”, dividida en dos unidades: los vestidos de negro, especializados en intervención; los blancos y azules, especializados en acompañamiento; restructurar el PAE, permitiendo que las asociaciones de padres “manejen” la alimentación escolar; “excarcelar” a jóvenes detenidos en el marco de la protesta social del año pasado; instalar el “primer puesto” de mando unificado en territorio para salvaguardar la vida de líderes sociales, ambientales y firmantes de paz; iniciar la “bioeconomía”: mecanismos productivos para las comunidades y protección de la Amazonía; suspender la construcción de cárceles y activar una política de “dignificación de la vida” en las cárceles; transformar el enfoque de la Policía Nacional, de una doctrina de seguridad militarista a “seguridad humana”; crear un nuevo proceso de “reconciliación judicial” en el que el victimario evite la penalización y repare a la víctima del hurto mediante la devolución de lo robado. Etc., etc., etc...
A todas luces, me quedo corto enlistando las políticas públicas simbólicas del gobierno de Petro. Políticas que cumplen los requisitos que debe reunir un buen símbolo político: agrupar, destacar, imponer, subvertir, realzar y sacralizar las acciones políticas de los estados. Pero, por ser políticas públicas simbólicas, constituyen una fuente de gran preocupación para el cumplimiento eficaz de los fines del Estado, que está obligado a operar bajo los principios constitucionales de responsabilidad, previsión, eficacia y legalidad, que muchos de los anuncios simbólicos no cumplen.
No hay duda de que en política, tanto de izquierda como de derecha, el simbolismo tiene un peso excepcional y juega un papel estratégico en la sostenibilidad de la relación del Estado con los ciudadanos. Y más para ayudar a construir el tránsito hacia un nuevo orden político.
En el caso específico de Petro, los símbolos son imprescindibles para generar vínculos de identidad con el electorado que lo apoyó y también con el que no confió en él. Pero una cosa es el uso de los símbolos y otro es el abuso. En ese sentido, el escrutinio de la sociedad sobre los simbolismos que provienen del gobierno será clave para exigir que haya planeación responsable y realista.