Marco Tulio Gutiérrez

OPINIÓN

Hablemos de revocatoria del mandato (no la de Roy sino la de la ley 134 de 1994)

Urge revisar la figura de la revocatoria del mandato en Colombia, no se trata de eliminarla de tajo sino de acoplarla a las realidades de nuestra época, pues sin duda se trata de una normatividad propia del contexto que vivía el país en 1994.

Marco Tulio Gutiérrez Morad
15 de diciembre de 2020

En alguna oportunidad nos referimos al alcance legal de la figura de la revocatoria del mandato, institución que fue introducida en nuestro contexto gracias a la Ley 134 de 1994, norma que fue convalidada en su exequibilidad mediante el fallo de constitucionalidad C-180 del mismo año.

La revocatoria se encuentra definida en el artículo sexto de la norma aquí señalada, mediante la cual esta institución, básicamente se configura como una prerrogativa ciudadana al interior de los derechos políticos de los asociados, otorgándoles a estos la potestad de dar por terminado el mandato que le han conferido a un gobernador o a un alcalde.

La revocatoria del mandato no es una ocurrencia propia del legislador colombiano, ni tampoco se trata de una figura moderna que apareciera súbitamente a mediados de los años noventa en el albor de nuestro nuevo régimen constitucional.

Por el contrario, se trata de una figura antiquísima, casi tan antigua como la misma dogmática democrática ateniense, pues esta institución parte de la normatividad de la Polis, que según las diversas investigaciones históricas y antropológicas han logrado demostrar que en aquel sistema de democracia directa, en la que la ciudadanía confluía en su totalidad a la Asamblea con el propósito de deliberar sobre los diferentes aspectos de la vida en común.

En ese entender, durante la Atenas de Pericles, es fundamental referirnos al ostracismo, institución descrita y desarrollada en La Política de Aristóteles, según la cual, aquellas ciudades regidas por el sistema democrático tenían un procedimiento expreso de sanción para aquellos ciudadanos de relevancia política que por cuenta de actos nocivos que pusieran en entre dicho la majestuosidad de la democracia, recibirían ese drástico castigo de ser exiliados durante diez años, quedando sus bienes inertes y en suspenso hasta su retorno.

Esta figura claramente es el antecedente histórico por excelencia de la decisión democrática y soberana de revocar el poder de mandato de un gobernante.

El ostracismo de Aristóteles era una figura tan solemne que, una vez reunida la totalidad de la población en el recinto, sin siquiera hacerse discusión alguna, los asistentes escribían el nombre de aquel personaje nocivo para la unidad de la Polis en una pequeña tabla que tenía forma de concha de ostra (ostrakon).

Con el advenimiento de las repúblicas y el constitucionalismo en los siglos XIX y XX, la idea del ostracismo griego fue acomodado y labrado al tenor de los principios filosóficos de muchos Estados modernos, que lentamente hacían tránsito a sistemas democráticos, por ello, en diferentes lugares del mundo devino esta institución.

Son varios los cantones suizos que, desde antes de 1860, adoptaron la figura de la revocatoria como un mecanismo de control político donde los ciudadanos confluyen a expresar su descontento ante las actuaciones desaprobadas del gobernante, y mediante dicho instrumento promueven una especie de voto de desconfianza que de manera automática retira ese apoyo popular que en su momento tuvo la persona para ser elegido.

La figura de la revocatoria a lo largo del tiempo se ha extendido a casi todos los sistemas democráticos modernos, en los que, como reiteramos, esta institución busca dotar a la ciudadanía de un derecho político más allá que el de elegir un gobernante, y es el de reivindicar o contrario censo, castigar los actos de gobierno en cabeza de dichos mandatarios que mediante actos contrarios a la confianza pública los hacen merecedores de la censura democrática.

La materialidad de la revocatoria no se trata de una decisión infundada o de facto proveniente del arbitrio autónomo de algún órgano administrativo, legislativo o judicial, sino que se trata de un mandato único y exclusivo de la voluntad popular, del clamor ciudadano que mancomunadamente manifiesta el descontento generalizado contra los actos ejercidos por el gobernante de turno.

En Colombia desde 1994 los vientos de la revocatoria han golpeado sutilmente a prácticamente todas los alcaldes y gobernadores de todos los municipios y departamentos de la geografía nacional.

Sin embargo en casi 25 años de vida institucional de la figura, estas iniciativas han estado marcadas por la futilidad y la nimiedad. Esta figura solo ha logrado ser exitosa una sola vez, y esto ocurrió en el municipio de Tasco, en el departamento de Boyacá, en donde el burgomaestre Nelson Javier García Castellanos, pasó a ser el pasado 29 de julio de 2018, el primer alcalde revocado en nuestro país.

De ahí que esta figura en la práctica sea un saludo a la bandera, pues incluso ante los desastrosos mandatos que han quedado registrados en la memoria pública, ningún alcalde de Bogotá o Gobernador departamental ha podido ser revocado, por más fuerte que haya sido el descontento o más fehaciente haya sido el episodio de incumplimiento matizados por lo general en obras monumentales de corrupción.

La compleja ley electoral colombiana obedece a una normatividad rígida y garantista con las mismas consideraciones democráticas que la motivan.

Por ello, no solo se trata de una desprevenida recolección de firmas para abrir las urnas, se trata de un sofisticado sistema que en primera medida está supeditado a una condición temporal obligatoria y es que se debe esperar un año desde el momento en el que el alcalde o gobernador toman posesión del respectivo cargo, para luego si iniciar los milimétricos procesos y controles de revisión de firmas con la consecuente verificación en el censo electoral, para que a la postre se convoque a la respectiva elección, mediante la cual se decidirá si el gobernante es revocado o no.

Sin embargo, el próximo 1 de enero de 2021, los aires de la revocatoria soplaran tal vez en otras direcciones, específicamente en lo que respecta al alcalde de la ciudad de Medellín, situación que distintos ciudadanos de la ciudad nos manifiestan con preocupación, pues diáfanamente se trata de los intereses de una clase económica contra un alcalde que quiere hacer las cosas bien, y que enfrentará tal vez uno de los procesos que más eco levantará la institución revocatoria.

Para nadie es un secreto que esta será una batalla que frontalmente el Grupo Empresarial Antioqueño peleará, una ofensiva que supone diferentes texturas a analizar, por un lado; ¿podrá haber un principio de igualdad de armas cuando un gobernante se enfrente a tal vez el grupo económico más fuerte de Colombia? Y por el otro lado: ¿Qué tipos de controles o contenciones prevé la normatividad electoral colombiana para un fenómeno imprescindible de nuestros días; las redes sociales y la velocidad/veracidad de la información en este tipo de contiendas electorales?

Ante el primer interrogante estamos convencidos de que la balanza para este caso no está calibrada en el mismo nivel, por un lado, tenemos al Alcalde Quintero, que si bien goza de las prerrogativas del poder municipal, la capacidad para contener una campaña tan compleja como la que se viene será una tarea titánica que de seguro le implicará un desafío monumental en cuanto a cumplir con los lineamientos de su propuesta programática de gobierno para cumplirle a sus electores en la ciudad de Medellín, y a la vez capotear una cruzada que estará financiada por el grupo económico más importante del país y que no dará el brazo a torcer hasta que se logre su cometido.

Por el otro lado, una cosa era enfrentar un proceso revocatorio a la luz de la realidad de 1994, momento en el que se concibió la iniciativa plasmada en la ley 134, un contexto en la que ni siquiera Colombia estaba conectada a la Internet, en donde la información viajaba a otra velocidad y con otra intensidad, pero hoy la historia es otra, o quien no recuerda la celebre frase de un gerente de una campaña que decía: “Estábamos buscando que la gente saliera a votar verraca”, frase lapidaria con la que se demostró el poder de la información al interior de la nueva política, no solo en Colombia sino en el mundo.

Es momento de revisar la institución revocatoria, claro que se trata de un derecho político corolario de nuestra constitución política.

Sin embrago, consideramos que es un derecho único y exclusivo del elector y no de terceros ajenos a los procesos electorales. Qué sentido tiene darle poder revocatorio a alguien que no haya depositado su voto de confianza al gobernante elegido, así mismo, cuál es el sentido de iniciar un proceso revocatorio que ajustándolo a la realidad de nuestros sistemas prácticamente no dan la posibilidad de ejercerse a tiempo, pues, instaurados los comités promotores, levantadas las firmas, analizada la veracidad e idoneidad de dichas rubricas, el ejercicio de los recursos de ley, las disponibilidades presupuestales de la Registraduría y la demás filigrana terminan haciendo que el proceso se surta después de tres años, como dicen por ahí; ¡Ya para qué!

Por último, en el tan mentado código electoral, que por estos días ha centrado el debate de la opinión pública, deberíamos estar hablando de la financiación del Estado a las campañas políticas y no sobre el manejo biométrico de la información de los colombianos, hecho que cercenaría por completo el comercio electrónico en Colombia condenándonos al ostracismo digital.

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