Opinión
Igualdad, utopía, burocracia
Es preciso mirar con cuidado el desempeño del nuevo Ministerio de la Igualdad y la provisión de los cargos de su abultada nómina.
Las primeras reacciones por la puesta en marcha del Ministerio de la Igualdad han estado referidas al tamaño de su aparato burocrático. Son 744 cargos, entre los cuales se incluyen cinco viceministros (ningún ministerio tiene tantos) y 32 directores regionales, uno por cada departamento. No se dispuso la eliminación de entidades que ahora son redundantes, como el Departamento de Protección Social. Tampoco se dispuso que la acción del ministerio en las regiones fuera coordinada por los gobernadores. Con el tiempo el Estado crece y se hace más ineficiente. Queda este tema para el próximo gobierno (solo faltan tres años).
Se trata, pues, de una propuesta centralista que tiene su lógica. El Gobierno no confía en unas autoridades que, por derivar del voto ciudadano, no controla. La provisión de esa plantilla desmesurada en plena campaña electoral es una herramienta valiosa.
Entendiendo que es menester llorar por ambos ojos, recuerdo la avalancha de cargos patrocinada por Duque en la Procuraduría y en la Contraloría. Petro no es una excepción. Para atenuar impactos negativos, hay que exigir rigurosos requisitos de idoneidad para la provisión de esos empleos, y la postergación de los nombramientos hasta cuando el periodo electoral haya concluido.
Como la búsqueda de la igualdad, la equidad, la eliminación de la discriminación y las mejoras en la distribución del ingreso son mandatos constitucionales, no caben glosas a los objetivos que el nuevo ministerio habría de realizar; sí algunas precisiones.
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Dado que la común dignidad humana es el factor que determina nuestra igualdad sustantiva, iguales tienen que ser nuestros derechos fundamentales: a la vida, la libertad, la honra, la movilidad etc. Pero como en muchas ocasiones la desigualdad proviene de factores presentes en la realidad social, es preciso actuar para superar discriminaciones de género, etnia, convicción religiosa, nacionalidad y preferencias sexuales.
Es evidente que las comunidades negras, indígenas y campesinas padecen condiciones de pobreza superiores al resto de la población. Lo es, así mismo, que están expuestas a grados mayores de violencia, que se han agravado por la abdicación del Estado ante clanes y carteles. Sin embargo, de allí no puede concluirse que esa desigualdad obedezca a una “exclusión histórica”, como si ese resultado fuere el resultado de acciones adoptadas por los gobiernos anteriores al que ahora vino a redimirnos.
El destino de los pueblos en parte depende de factores geográficos, afirmación que para nosotros tiene especial validez. Tenemos uno de los territorios más complejos del planeta. Llevar desarrollo y bienestar a la costa pacífica, al Vichada o a la alta Guajira -territorios en donde se concentran comunidades étnicas- es excepcionalmente costoso y difícil.
Dice Petro que a la Vicepresidente la odian por negra. ¿De veras? ¡Fue elegida con una votación multirracial numerosa! Salvo por algunos extremistas, esa afirmación carece de veracidad. No hay odio racial en Colombia, como tampoco lo hay en Brasil, un país tan parecido a nosotros en este aspecto. Aquí aplaudimos a los deportistas y artistas negros. No somos semejantes a Estados Unidos y a Francia en donde se presentan con frecuencia actos de violencia racial. Temo que el propósito oculto del Presidente sea radicalizar a los negros para que se movilicen en su respaldo…
¿Tendrá que existir también igualdad absoluta en materia económica? Si así fuere no tendríamos derecho al libre desarrollo de la personalidad y a apropiarnos del fruto de nuestro trabajo. Aplicar a raja tabla una regla de igualdad, implicaría eliminar los estímulos al esfuerzo individual. Una sociedad así concebida sería igualitaria aunque pobre: las sociedades que prosperan son, al mismo tiempo, desiguales. Por supuesto, es razonable establecer límites a la desigualdad. Aquí entra en juego un concepto complejo: la equidad.
Harina de otro costal es qué querrá hacer el gobierno con los abundantes recursos, por cierto de índole contingente, que tiene para gastar. Habría que rechazar la idea de que les entreguemos dinero a los Elenos, que no han aceptado desmovilizarse y desarmarse. Sería convertirnos en rehenes de un grupo criminal.
En reciente discurso el Presidente habló de establecer un programa para 100 mil jóvenes a quienes el Estado entregaría subsidios para que puedan comer, estudiar y “convertirse en una fuerza de paz”. ¿Estará pensando en algo parecido a las Milicias Bolivarianas?. Según Petro, el programa ya empezó a operar en Buenaventura. Consiste en remunerar a jóvenes delincuentes que prometan dejar de delinquir. Así de sencillo. Ojalá la ministra Márquez, tomando el riesgo de que la destituyan, expida una regulación rigurosa.
La ley reciente abre espacios para que el Estado aporte fondos para el financiamiento parcial de las actividades que se realizan en el cuidado del hogar: preparación de alimentos, limpieza, asistencia a los niños y personas ancianas. Una causa justa, especialmente para las mujeres, aunque de difícil realización. Tenemos otras prioridades. No hemos podido todavía entregar pensiones adecuadas a todos los ancianos pobres, financiar seguros adecuados de desempleo y garantizar jornada completa, y educación de buena calidad, en los colegios estatales.
Con buen criterio el gobierno ha dado visibilidad al problema del hambre, el cual obedece a diversos factores, unos de tipo estructural -la pobreza-; otros circunstanciales: la pandemia, la inflación, la guerra de Ucrania, etc. La falta de víveres no es el problema. Sería absurdo, por su costo y por complejos problemas logísticos, establecer programas masivos de entrega de alimentos. Es mejor entregar dinero por medios electrónicos. No obstante, las ollas populares, que el Presidente conoció en su adolescencia zipaquireña, sirven para generar apoyos políticos, que son valiosos cuando la izquierda radical avizora un futuro incierto.
Briznas poéticas. De Jean Grenier, filósofo y maestro de Albert Camus: “Escribir debe tener algún grado de parentesco, que antes me gustaba y ahora aborrezco, con la muerte. Si mi perro viviera, no hablaría de él. Me sentiría feliz (o infeliz) de vivir con él; me bastaría con eso. Ha desaparecido y no puedo contenerme: me asalta el deseo de hacer una recapitulación. Quizás sea también para procurarle una segunda vida”.