Enrique Gómez, columnista invitado.
Bogotá, febrero 14 de 2022. Foto: Juan Carlos Sierra-Revista Semana.

Opinión

Impunidad por diseño

1 de mayo de 2023

Mientras que, en un caso de enfermiza obcecación, el gobierno nacional sigue empeñado en empujar, a las patadas, su paquete de traumáticas y caducas reformas, rompiendo en ello, incluso, su precaria y clientelista coalición, el país sigue enfrentando, en su cotidiano, una abrumadora ola de violencia, criminalidad e impertérrita corrupción ante la mirada, ora aterrada, ora decepcionada o sino indiferente de la población.

Una población que encuentra ya imposible siquiera considerar un futuro en el cual, nuestro país pueda lograr una convivencia pacífica razonable en un entorno de acción efectiva de la justicia, al punto que muchos jóvenes de todos los entornos ambicionan huir de su propia nación en búsqueda de la oportunidad de desarrollarse, humana y profesionalmente, simplemente en paz y tranquilidad. Como una admirable y joven madre y abogada en ciernes, que recién tuve el privilegio de conocer, que, de manera determinada define su futuro bajo la premisa de imponerse vivir en la cultura que sea, con el esfuerzo que sea, con tal de alcanzar la modesta y natural meta de criar sus hijos en un entorno de paz y seguridad.

Cientos de miles, ¡cientos de miles! de compatriotas piensan como la joven que describo. Y aunque no sabemos con precisión que porcentaje de nuestros migrantes al exterior lo hacen por el desespero y la resignación ante la violencia e inseguridad que nos aqueja o por la búsqueda de mejores oportunidades de sobrevivir productivamente o por, tal vez, alcanzar un sueño personal o profesional en particular, presumo que en la gran mayoría de quienes abandonan el país, como depresivo telón de fondo del cuadro personal, existe siempre el sinsabor de un país incapaz de lograr una sana convivencia que supere la nuevamente desaforada violencia guerrillera, la escabrosa criminalidad y la inveterada corrupción.

Y es en la construcción de un nuevo consenso sobre la justicia en todas sus especialidades en lo que deberíamos estar ocupados, pero desgraciadamente no lo estamos.

En cada nuevo empeño de reforma judicial sigue primando la ligereza, el simplismo y la reactividad. Reducción de penas, aumento de penas, ampliación de tipos penales, nuevos procedimientos o la modificación cosmética del administrador de la rama, son ya paliativos endémicos que, en muchos casos, empeoran el estado de impunidad.

Una impunidad que nos acostumbramos a ver como resultado ineluctable de nuestro estado de derecho. De joven pensaba en el problema de la justicia y la impunidad como un reto conceptual, buscando fórmulas en las normas, los procedimientos, las competencias especializadas, especulando sobre las debilidades del talento humano, su formación y vigilancia y control, su remuneración y las cargas por despacho.

Pero recorriendo la siempre escaza, incompleta y a veces oscura estadística del sector justicia, con el pasar de los años concluyo que no tenemos justicia, no por falta de capacidad o falta de recursos (que claro que hay que aumentar de manera exponencial) sino por la existencia de un oscuro consenso tácito en el régimen político, avalado y en parte propiciado por la oscuridad criminal, y sin duda tolerado por una porción amplia de la ciudadanía que parece desear una justicia débil que le permita vivir a su aire, trampear en sus relaciones y abusar sistemáticamente del estado en todas interacciones.

Bajo este último convencimiento se concluye que la impunidad que nos aqueja en lo judicial y en los órganos de vigilancia y control nacionales y territoriales, parece derivar del propósito concreto, materializado en las normas, perfiles, limitación de recursos y ausencia de vigilancia y control de las propias conductas y resultados de gestión del operador judicial, disciplinario o fiscal, de no tener una justicia eficaz y de, por el contrario, buscar que no se alcance nunca.

Hay evidentes beneficiarios y promotores de este estado de impunidad. Las guerrillas, las bandas criminales de todos los pelambres, las camarillas de la corrupción política, los evasores fiscales o laborales, los beneficiarios de rentas estatales atadas y un gran sector de la población acostumbrado a la estafa y a la mentira, participan de y promueven la impunidad a veces con acciones positivas o con la fustigante indiferencia o la cuasi criminal complicidad del silencio y la falta de denuncia.

Complementa este despropósito una academia positivista y pagada de sí misma que se encierra en sus casas de estudio y en sus foros y congresos formulando reflexiones inútiles que carecen de propósito de cambio y solo congratulan a sus pares y a los operadores judiciales que llevan lenta y obsequiosamente sus procesos judiciales.

El poder judicial y las burocracias clientelistas de los órganos de control, como golems devoradores y perversos, se ocupan prioritariamente de defender sus privilegios y asegurarse que nadie los evalúe en sus fracasos y se exoneran bajo el argumento perpetuo de la congestión.

Coronando esta pirámide del desastre, un liderazgo político repite una y otra vez la desiderata de la paz a través de la impunidad de los diálogos, diálogos que como los de hoy, son ya, en sí mismos y en su desarrollo siempre inconcluso, una garantía perfecta de impunidad.

Romper el consenso de impunidad requiere de un acuerdo fundamental amplio e integral donde hagamos de la justicia con todos sus actores (policía, investigadores, fiscales, jueces y carceleros) la prioridad presupuestaria y política absoluta del sistema democrático. De otra forma los migrantes seguirán huyendo y los que quedamos no podremos preservar la democracia.

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