OPINIÓN
Detrás de cada mujer colombiana suele acechar un asesino
La popular ranchera mexicana “Los laureles” no ha dejado de ser el himno al machismo colombiano: “la perdición de los hombres son las malditas mujeres”, dice.
En diciembre pasado asistimos con melancolía al secuestro, tortura, violación y muerte de la niñita indígena Yuliana Samboní, de nueve años, contra quien el degenerado Rafael Uribe Noguera pudo consumar todas las perversidades que se le ocurrieron sin que nadie se lo impidiera. Más bien, fue auxiliado por su propia familia y favorecido con la negligencia de un aparato de policía ineficaz y mezquino. Hoy, el depravado ya está condenado debido a su propia confesión, maquina con sus abogados para tratar de reducir pronto –hasta donde más pueda– la pena de medio siglo de cárcel que le fue impuesta y a la vuelta de unos años tal vez lo veamos de nuevo cazando niñas en los cinturones de miseria de Bogotá. La síntesis de este asunto es emblemática de Colombia: nadie ni nada evitó esa muerte.
Hoy, volvemos al mismo llanito: la justicia dejó en libertad, así porque sí, a Julio Alberto Reyes, un homicida convicto y acreditadamente peligroso que adquirió una pistola tan pronto como volvió a la calle, la exhibió con la advertencia de que la usaría, descubrió que Claudia Johana Rodríguez –su ex mujer, optómetra de 41 años– trabajaba en una óptica del centro comercial Santa Fe, se dedicó a perseguirla y amenazó con asesinarla junto con el pequeño hijo de ambos; las autoridades fueron avisadas, le confirieron a ella protección, que resultó ser puramente imaginaria porque la policía se negó a prestársela y, por último, el pasado lunes, el hombre la atrapó en el trabajo, la hirió a bala y la tuvo atrapada durante el tiempo que agonizó mientras el público los veía, filmaba con sus celulares y gritaba. Al final, murió por la sola razón de que los súper policías que maquinalmente acudieron en su auxilio no la salvaron.
Entre los tormentos y las muertes consiguientes sufridos por Yuliana y Claudia Johana –separados por escasos cuatro meses– ocurrieron en Colombia decenas, quizá cientos, de feminicidios como los de ellas. La mayor parte no fueron noticia, como el de una mujer –madre de cinco hijos– que, hace cerca de dos semanas, fue asesinada por su esposo en los Llanos Orientales porque, sin pedirle permiso a él, se hizo esterilizar durante una brigada de salud. La acusó de volverse infértil con la única intención de poder acostarse con más hombres y mancillar así la hombría a toda prueba de él. Detrás de cada mujer colombiana, principalmente si es humilde, suele acechar un asesino.
Pasan los tiempos y nada cambia: hace 24 años, Sandra Catalina Velásquez, de nueve años de edad, fue llevada por su mamá hasta la estación de policía de Germania, en Bogotá –próxima a la Universidad de Los Andes–, a la que pertenecía el agente Pedro Gustavo Vásquez, padre de la niña. La pequeña entró al edificio a buscarlo y en cosa de minutos apareció muerta en un baño, donde fue violada y ahorcada. La única actuación de la policía en este caso fue la negligencia que permitió el homicidio mismo. Hoy no se ha encontrado al asesino y todas las investigaciones judiciales están cerradas y precluídas.
En mayo de 2012, Rosa Elvira Celis, vendedora callejera de caramelos, llamadas por teléfono celular y cigarrillos sueltos, fue golpeada, violada, penetrada sexualmente con un palo y abandonada en un potrero del Parque Nacional Enrique Olaya Herrera, de Bogotá. Entró en agonía en el mismo sitio donde fue violentada y murió poco después. No hubo ni el más mínimo asomo de protección para la vida de esta mujer. Antes, por el contrario, el año pasado la Oficina Jurídica de la alcaldía le respondió a un juzgado que la mujer fue la única culpable de su propia desgracia: “Si Rosa Elvira Cely no hubiera salido con los dos compañeros de estudio después de terminar sus clases en horas de la noche hoy no estuviéramos lamentando su muerte”, alegó en una petición escrita para que la ciudad no llegue a ser condenada a indemnizar a la familia por no haber protegido ni auxiliado a Rosa Elvira.
Todos estos crímenes solamente son cometidos contra mujeres o niñas, por razones de género, y reciben el nombre de femicidio ó feminicidio, derivado del inglés femicide, usado por primera vez en 1976 en el Tribunal Internacional sobre Crímenes contra la Mujer en Bruselas. En 1990, Diana Russell y Jane Caputi, redefinieron así este concepto: “el asesinato de mujeres por hombres motivado por el odio, desprecio, placer o sentido de posesión hacia las mujeres”.
Las monstruosidades contra las mujeres y las niñas en Colombia prosperan por razones culturales que se apoyan en dogmas religiosos repugnantes. Por ejemplo: “Por una mujer tuvo comienzo el pecado y a causa de ella, todos morimos”, repiten sin cesar los curas católicos.
De acuerdo con la Biblia: “Tú [la mujer] eres la puerta del diablo; tú eres la que abriste el sello de aquel árbol; tú eres la primera transgresora de la ley divina; [...] tú destruiste tan fácilmente al hombre, imagen de Dios”.
La Biblia dispone: “La mujer debe seguir al hombre”. Ha estatuido que “el hombre es cabeza de la mujer y del hogar”. El orden “natural” tiene que ser patriarcal y así, la esposa y los hijos le pertenecen al esposo-padre y están obligados a obedecerlo, lo mismo que los fieles deben obedecer ciegamente a los designios de los curas.
Hasta hace poco, en la ley penal colombiana era lícito y estaba libre de culpa el asesinar a una mujer en “estado de ira e intenso dolor”, el cual se produce en el hombre cuando la mujer no es virtuosa, es decir, obediente, sumisa y dedicada en cuerpo, alma y de manera vitalicia a atender al marido y a los hijos. Ser estéril o no poder procrear varones es falta de virtuosismo femenino.
La religión y la tradición imponen en Colombia que ninguna mujer es normal ni respetable si no pertenece a un hombre, de manera que quien pretenda disponer de una de ellas debe vérselas con el señor al que le pertenece. En caso de no estar a las órdenes y el servicio de ninguno, son seres de libre disposición.
Las primeras lecciones religiosas les enseñan a las mujeres colombianas que solamente tienen dos caminos dignos: vestir santos, si son solteras, o desvestir borrachos, si son casadas.
No es una casualidad que este haya sido el último país de América que les concedió derechos políticos plenos a las mujeres, entre ellos los de elegir y ser elegidas. Fue el fruto de un plebiscito celebrado en 1957. Aun así, es mínima la participación femenina en los cargos de designación popular.
A las mujeres que salen malheridas, pero vivas, de una paliza de su dueño y señor, la sociedad se encarga de reconvenirlas: “Pero, ¿cómo se le ocurrió provocarlo?”, “¿no ve que solamente estaba borracho?” o “un día de estos lo va a aburrir y la va a dejar sola”.
Casos como el de Rosa Elvira Celis han motivado la promulgación de leyes que instituyen el feminicidio como tipo penal gravísimo y aumentan las penas. No obstante, las leyes pueden decir cualquier cosa y sirven o no sirven solo si los seres humanos están decididos a acatarlas.
Sin que haya sido expedido por el Congreso Nacional, el himno del supremo machismo colombiano sigue siendo la popular ranchera mexicana “Los laureles”, que no deja de sonar y de producir alegría en las voces de Miguel Aceves Mejía, Pedro Infante o Lola Beltrán: “La perdición de los hombres son las malditas mujeres”, dice.