OPINIÓN

Independencia grita…

La deforestación de la Amazonia colombiana no es sino un aspecto de la destrucción generalizada de este pobre país: moral, física, ecológica.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
6 de enero de 2019

Publica ‘El Espectador’ para despedir el año viejo unas crónicas de esas de “yo estaba allí”. Se abre la serie con la de alguien que estuvo nada menos que en la Conferencia Magistral Inaugural del expresidente Juan Manuel Santos en la Universidad de Harvard, de una lambonería asombrosa, pero –lo reconozco– habitual en quienes trabajaron con ese presidente como sus funcionarios o sus embajadores, como es el caso del autor de la crónica.

Pero tambien hay otras más interesantes: para empezar, la de Luis Fernando Andrade contando por qué el fiscal Néstor Humberto Martínez se empeñó en meterlo preso.

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Y otras más pintorescas. Una del exguerrillero y senador Pablo Catatumbo sobre el difícil paso del monte al Capitolio en que evoca con nostalgia la vida guerrillera. No menciona los combates, ni la siembra de minas quiebrapatas, y ni siquiera los secuestros, no. Pero sí “el placer de la lectura. Allí escogía mis libros: política, literatura, historia. Ahora me toca enfrentar impenetrables leyes y proyectos legislativos”. Otra de un estudiante sobre las marchas por la Universidad que empieza preguntando: “¿Quién es esa gente que hace tanta bulla?”, y se cierra con una inevitable cita de García Márquez. Otra sobre Shakira, también inevitable. Otra más, no, dos más, de fútbol, también inevitables. Y otra casi kafkiana sobre los vericuetos burocráticos del rescate de las víctimas del desplome del, en mi opinión inútil, puente de Chirajara, que al costo de decenas de miles de millones y muchas vidas de obreros solo sirve para ahorrar más o menos un kilómetro de curvas de carretera. Y otra sobre una sonda interestelar japonesa llamada Halcón Peregrino, que fotografía su propia sombra geométrica de araña sobre la rugosa costra de un asteroide perdido en la negrura del espacio.

Y hay también una, sobria pero estremecedora, del conservacionista Rodrigo Botero, director de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible, sobre el creciente desmonte de la selva amazónica. A vuelo de avioneta describe inmensas quemas, gigantescas fincas, enormes potreros, largas cercas nuevecitas de postes de cemento que cuadriculan lo que fue selva virgen. ¿En las narices de quién? El Espectador, con otros muchos, lleva años denunciando la deforestación catastrófica del país. En vano. Otra vez: ¿en las narices de quién sucede eso? ¿Quién autoriza? ¿Quién tolera? ¿Quién cobra? ¿Quién paga? Haciendas ganaderas, minas legales e ilegales, empresas madereras. Y plantaciones de coca, coca, coca. En torno al nacimiento del río Inírida, cuenta Botero, se expande “la vereda Nueva York y sus extensos cultivos de coca que llenarán las calles de su homónima estadounidense”. Pero, ¿y qué esperaban? Si la coca, que es el cultivo más rentable del trópico, se cultiva ilegalmente en los parques naturales en teoría protegidos por la ley en las más inaccesibles regiones de Colombia, es porque está prohibido que se siembre legalmente en el Valle del Cauca o en el del Sinú, que son tierras de vocación agrícola y no de reserva forestal.

Rodrigo Botero cierra su crónica con un suspiro: “He trabajado en la Amazonia durante dos décadas y nunca había visto algo así”.

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Y por donde terminó el año 18 empieza el año 19 que comienza. Así que yo, apelando a la paciencia sin fin de mis lectores, vuelvo a lo mío para inaugurarlo: la razón de la destruccción de Colombia está en las drogas prohibidas. Es decir, en la prohibición de las drogas. La deforestación de la Amazonia colombiana no es sino un aspecto de la destrucción generalizada de este pobre país: moral, física, ecológica. Del envenenamiento de sus ríos y de la corrupción de sus jueces.

La deforestación de la Amazonia colombiana no es sino un aspecto de la destrucción generalizada de este pobre país: mora, física, ecológica.

Y ahora llega a grandes zancadas el señor Mike Pompeo, secretario de Estado de los Estados Unidos, con la misión de acojonar al presidente Iván Duque, ya de por sí propenso al acojonamiento, para exigirle e imponerle más prohibicionismo. Se jacta Pompeo de que se trata de “la visita en tiempo récord” más breve de la historia bicentenaria del Departamento de Estado: apenas dos horas de recibimento zalamero en la casa de Huéspedes Ilustres de Cartagena, que Duque dedicó a oír su regaño y decirle que sí a todo, y a pedirle que vea cómo su gobieno está cumpliendo: glifosato, dosis mínima. Toda la panoplia del sometimiento. Para celebrar así –se atrevió a decir Duque, prácticamente de rodillas– “el segundo centenario de nuestra independencia”, para la cual, aseguró, el apoyo de los Estados Unidos “fue crucial”.

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Afirmación que no solo muestra que Duque no conoce la historia, sino que confirma que nunca ha habido tal independencia. 

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