OPINIÓN

Iván Duque y la ingeniería de detalle 

Me ha sorprendido la vaguedad con que Iván Duque describe los cambios que quiere introducirle a lo acordado en La Habana.

Alfonso Cuéllar, Alfonso Cuéllar
2 de junio de 2018

Dicen que no hay marcador más peligroso en el fútbol que el 2-0. Los que van ganando se relajan. Asumen que todo está consumado. Igual ocurre cuando un equipo favorito enfrenta a uno considerado de menor renombre. Dada su aparente ventaja táctica, no ve la necesidad de adaptarse a la nueva situación. Pierden de vista que su contrincante también es consciente de su posición desfavorable y que, por ende, se verá obligado a cambiar su estrategia. A veces no importa, pero como hincha del América de Cali, les puedo asegurar que lo único ganado son las vacas. 

A Iván Duque le fue muy bien en el primer tiempo del partido Colombia, cuyo premio mayor es cuatro años en la Casa de Nariño y una infinidad de problemas que garantizan que saldrá más canoso. Duque superó en 2,6 millones de votos a Gustavo Petro (el 2-0 de mi ejemplo) y tuvo la fortuna de evitar enfrentarse a Sergio Fajardo (quien muchos hoy estiman derrotaría al candidato del Centro Democrático). Sus partidarios miran con desdén a Petro. Presumen que es tanto el antipetrismo que los votantes de Fajardo y otros acudirán en masa a Duque. En fin, concluyen que más de lo mismo es suficiente. Que la alineación de la primera vuelta no debe ser alterada.

Los petristas, en cambio, no quieren contentarse con el “jugamos como nunca, perdimos como siempre”. Y mucho menos Gustavo Petro. No hay garantía alguna de que en 2022 vuelva a pasar a la segunda vuelta. La política es dinámica. Pregúntele a Noemí Sanín que después de su excelente desempeño en 1998 no volvió a acariciar la victoria.

Petro no tiene nada que perder. Nadie esperaba que Petro duplicara su caudal de votos en 11 semanas. Ni que fuera él quien venciera a Sergio Fajardo, que hace seis meses encabezaba las encuestas. 

Petro sabe que el camino a la remontada pasa por los casi 5 millones de votos de Fajardo y Humberto de la Calle. Que, atacando por el flanco izquierdo de Duque en el campo de juego, le puede hacer mucho daño, ya que el candidato uribista anda volteado a la derecha, especialmente frente al acuerdo con las Farc. 

Me ha sorprendido la vaguedad con que Iván Duque describe los cambios que quiere introducirle a lo acordado en La Habana. Me ha sorprendido porque durante todo el proceso de paz fue el más lúcido de los críticos. Evitó las generalidades y las frases de cajón. Fue de los primeros en identificar uno de los problemas estructurales de lo negociado: que carecía de ingeniería de detalle. Que estaba a 30.000 pies y que esa falacia llevaría a una pésima implementación.

Con rigor, demandó ante la Corte Constitucional el acto legislativo de la paz de 2016. La corte le dio la razón al reconocer que el Congreso tenía el derecho y el deber de introducir reformas al acuerdo.

Esa obsesión por ser preciso lo ha abandonado en la campaña. Es entendible: para sus millones de votantes, el cómo es lo de menos. Lo importante es su promesa de meterle mano al acuerdo de Juan Manuel Santos.

En el segundo tiempo, sin embargo, esa estrategia es menos efectiva. Le alcanzó para el 39 por ciento, mientras que quienes abogan por el acuerdo sí lograron la mayoría de los votos. Y eso sin contar con la ambigüedad de Germán Vargas Lleras que al final lo endosó.

Si bien hay fajardistas y delacallistas de todas las vertientes e intereses, los une su apoyo al acuerdo con las Farc. No quieren verlo vuelto trizas.
Ese temor se exarceba cada vez que Duque arranca su explicación con “no vamos a volver trizas el acuerdo, pero”.  No escuchan lo que viene después del pero. Se les eriza la piel. Quedan fríos.

La realidad es que muchas de las promesas de Duque van más hacia obligar a las Farc a cumplir al pie de la letra los compromisos firmados. Otras son inciertas en cómo se aplicarían: volver parte de la Constitución la no conexidad del narcotráfico y la prohibición a que aquellos responsables de crímenes de lesa humanidad de ejercer cargos públicos. Esta última, por ejemplo, enfrenta el pequeño problema de que para cuando Duque se posesionara, ya varios comandantes de las Farc habrían juramentado como congresistas. Y el esfuerzo de ajustarlo requiere de reformas constitucionales que, en el mejor de los casos, requerirían dos años. 

Es posible que con las adhesiones esta semana de los alicaídos partidos Liberal, Conservador, La U y Cambio Radical le alcance a Duque para ganar. Y así no sería un requisito moderar su posición frente a la paz ni sería necesario coquetearles a quienes votaron por Fajardo y De la Calle. Se equivoca. Con el apoyo de centenares de miles –¿millones?– de esos simpatizantes lograría una victoria más cómoda y menos angustiante e igualmente una mayor gobernabilidad.

Evitaría cometer el mismo error de Santos de ignorar a los del No al darles un tratamiento de segunda a los del Sí. Duque ha criticado, con razón, la dicotomía de amigos y enemigos que hizo carrera en el gobierno actual. Sería incomprensible que cayera en ese vicio y violara el principal compromiso de su campaña: “Gobernar con todos y para todos”.

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