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PASAR FIJÁNDOSE

“Jesús Abad Colorado les recibe el testigo a los muertos y nos lo pasa a nosotros”: Carolina Sanín

Una columna conmovedora sobre la exposición del fotorreportero colombiano, que estará abierta hasta septiembre en el Claustro de San Agustín en Bogotá.

Carolina Sanín, Revista Arcadia, Sara Malagón Llano
15 de abril de 2019

Este artículo forma parte de la edición 162 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

El testigo

Al entrar en la exposición El testigo, que reúne muchas de las fotos que Jesús Abad Colorado tomó de la guerra colombiana durante un cuarto de siglo, uno encuentra en primer lugar los retratos de dos niños pequeños de Bojayá, ese nombre de pueblo masacrado que tanto hemos repetido y tanto nos ha faltado imaginar. Los niños miran hacia adelante. Pero “adelante” no es un punto posterior en ningún camino que ellos vayan o no vayan a recorrer, sino que es el lente de la cámara y es el espectador de la foto. La mirada de esos dos niños sobrevivientes de la guerra –testigos de la guerra– determina al siguiente testigo, que es el fotógrafo, de quien la espectadora recibe el testigo (el objeto que intercambian los corredores en una carrera de relevos), y entonces ella sabe que tiene que cumplir con ser, en adelante, también testigo. Porque la carrera –que es la historia– no se acaba nunca, pero los corredores nos cansamos. Y nos morimos. Entonces tenemos que correr entre todos.

Los dos niños de Bojayá no miran tristes ni no tristes; no miran bien ni mal. Tienen una mirada anterior a cualquier gesto, a cualquier máscara. No hacen ninguna cara, sino que tienen el solo semblante del ser humano, esa cara que es la novedad del mundo, que es siempre el acontecimiento más reciente del mundo: la noticia. A lo mejor esa simple y lisa cara de persona, no identificada con ningún sentimiento ni entregada a ninguna expectativa de sentimiento, sea la cara del dolor reflejado; es decir, la cara del testigo. Esa cara de los dos niños, que no es ni apesadumbrada ni asustada ni rabiosa ni contenta, es la entrada al dolor y el sello del dolor. Es la cara del ser humano que me mira, con una justa medida de curiosidad y paciencia, como a un ser humano; que siempre está anunciándome mi humanidad –y exigiéndomela–.

Siguen en la exposición otras fotos del rastro de la guerra; de las “personas que han estado perdiendo constantemente”, dice una cita en la pared, con ese verbo –perder– que dice la derrota y simultáneamente dice el extravío; que dice que la pérdida final es encontrarse perdido. Son todas fotos del inútil dolor de la expulsión. De los expulsados de la tierra y de la vida. De los corredores de la carrera perdida y sin relevo. Mientras miro la exposición se me ocurre que el dolor que está en la raíz de todos los dolores es el del cansancio del que no se puede descansar. Toda tortura, toda humillación, toda esclavitud, todo abuso, todo cautiverio y toda carencia conllevan el robo del descanso. La cifra del sufrimiento, entonces, es el cadáver insepulto: el cuerpo que seguirá cansado, cansándose para siempre, sin poder acostarse ni sentarse en su hueco dentro de la tierra.

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En El testigo están las fotos de los hornos crematorios que se construyeron en la selva para desaparecer los cuerpos sin que nadie los conociera ni los despidiera; sin que nadie declarara el descanso y lo pusiera en el lugar de la pena. Y están las fotos de las fosas comunes ocultas en la selva, con los huesos confundidos, los miembros sin concierto, las partes convertidas en cualquier parte y en ninguna parte; con tu cuerpo destrozado, perdido e indeterminado, para que otro no pueda relevarte; para que no puedas descansar de la carrera, y el vivo no pueda empezar a correr después de ti –no pueda vivir a partir de ti–. Con el horno y la fosa común se destierra el descanso. Se prohíbe el relevo. Se elimina el testigo.

Dice el Corán que después de que Caín mató a su hermano Abel, vino un cuervo y rasguñó el suelo, y así le indicó que podía enterrar a la víctima, y así los hombres aprendimos a enterrar a los muertos. Para mí es un gran misterio: ¿qué quiere decir que un animal no humano le haya enseñado al humano un acto básico de la civilización? ¿Y por qué un animal que vuela en el cielo nos enseñó a soterrar? ¿Y por qué un animal que come cadáveres nos enseñó a enterrar los cadáveres para que no se los coman los animales? ¿Y enterrar al muerto es esconderlo, o es mostrarlo? A raíz de eso me pregunto también: ¿la evidencia de la historia –que es básicamente la secuencia de nuestros asesinatos– es la suma de los muertos reconocidos, despedidos y enterrados en sepulturas individuales, o es la resta de los muertos de la guerra, dejados en las fosas comunes, que perviven como fantasmas? ¿Una diferencia señalada entre la paz y la guerra es que la paz deja una tumba con un nombre y la guerra una sin nombre?

Tengo la noción de que Jesús Abad Colorado, que ha andado tanto contra el cansancio y ha tomado fotos mirando con tantos ojos, les recibe el testigo a los muertos para que ellos puedan descansar. Nos lo pasa a nosotros. El testigo nos da la largada que nos hace entrar en la carrera.

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Vigía del Fuerte, Antioquia. 2007

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