OPINIÓN
Jesús y Lucas
Al enterarme del homicidio del Capitán Jesús Alberto Solano, sentí impotencia, dolor, rabia.
Me pregunto cómo es posible que exista un discurso de odio hacia la Fuerza Pública, promovido desde guaridas de politiqueros cobardes, que termina traduciéndose en muerte. Una retórica oprobiosa que busca enemistar a ciudadanos de bien sobre la base de diferencias de cualquier índole. Es así como de la noche a la mañana nos encontramos en medio de una violencia que nos traslada a épocas de nuestra historia que debimos superar hace siglos. Así mismo, produce dolor y rabia, ver cómo se asesina a ciudadanos en el marco de una protesta que, independientemente de las razones que la originan, es un derecho fundamental justamente garantizado por nuestra Constitución. El Capitán Jesús Solano y el ciudadano Lucas Villa, nunca debieron morir. Ambos, sin importar su ideología, su rol en la sociedad, su etnia, su credo o sus opiniones, tenían derecho a que se les respetara su integridad. Así funciona un país civilizado.
Lamentablemente, hay gente que no entiende que las violaciones a los Derechos Humanos, no tienen como victimario exclusivo a la Fuerza Pública, y no tienen como víctima exclusiva a la ciudadanía. No entenderlo, además de sesgado, es un modo de justificar la violencia. Si un miembro de la Fuerza Pública abusa de su competencia o infringe la ley, merece sanción y repudio; pero si, en cambio, es víctima de ataques inspirados en el odio que impulsa la politiquería radical, merece toda la solidaridad. Y así es con cualquier miembro de la sociedad: solidaridad con los manifestantes pacíficos que son víctimas de acciones que afectan sus derechos, y todo el peso de la ley y de la fuerza legítima del Estado contra terroristas que aprovechan la movilización para aterrorizar y destruir.
Colombia no es un país de tontos. Percibimos cuando un discurso es sesgado y cuando se incita al odio entre las clases sociales para provocar enfrentamientos que solo le convienen a quienes buscan nutrir la fuerza de sus aspiraciones de cara a futuras elecciones. Eso –además de egoísta– es de una perversidad suprema. Quienes de verdad amamos a Colombia, debemos rechazar la violencia, a los violentos y a sus promotores, sin necesidad de ubicarlos en una orilla específica. Personalmente, creo en la Fuerza Pública de mi país. Me molesta esa narrativa que la presume criminal. Es tan absurdo como criminalizar la protesta pacífica, lo que hacen quienes se encubren en ella para hacer sus fechorías.
Quien pide a la institucionalidad que cese la violación de Derechos Humanos, sin mencionar aquella que deriva del vandalismo terrorista, está haciéndole el juego —quizá como pelele útil— a intereses perversos de un terrorismo que no descansará hasta acabar el Estado de Derecho.
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No estuve de acuerdo con el paro por la coyuntura del covid, pero lo reconozco como un derecho fundamental digno de ejercerse. Sin embargo, a este punto, es hora de reconocer que hoy el ejercicio legítimo de ese sacrosanto derecho, está haciéndole un favor enorme al terrorismo. Se convirtió en su cómplice, en su escenario y en su oportunidad. Colombia debe hacer un alto en el camino, reflexivo y útil, que nos permita demostrar que somos mejores que esto, que la destrucción no es la consigna y que no somos inferiores a la posibilidad de edificar en la diferencia.
Es hora de abrazar a personas como Jesus y como Lucas. No de asesinarlas. Es hora de rechazar unidos todo aquello que conduzca a la violencia y de pensar en grande en medio de tanta adversidad. Solo así, en un escenario de verdadera paz, podremos superar los históricos e innumerables problemas que tenemos como país.